No hay dudas de que Mauricio Macri nunca imaginó que iba a llegar a los mil días de su gobierno en el contexto actual. La turbulencia derivó en tormenta, y la tormenta hoy ya parece una tempestad, por lo que el avión que está piloteando se encuentra en una situación de extrema fragilidad. De cómo actúe el Presidente en las próximas semanas dependerá la suerte que tendrá su administración. Hoy, Macri se encuentra ante el desafío de no ser ni Fernando De la Rúa ni Eduardo Duhalde.
A los argentinos nos encanta comparar cualquier acontecimiento del presente con hechos del pasado. Nos cuesta darnos cuenta que cada momento está atravesado por múltiples variables que lo condicionan y lo hacen único.
Hoy hay muchos que ya están pensando en Macri como un nuevo De la Rúa. Algunos por temor, por psicosis, y por una natural reminiscencia al derrotero de cualquier gobierno no peronista en la Argentina. Otros, directamente, por ese golpismo innato que tienen al considerar que sus referentes siempre van a ser mejores para superar los problemas del país.
También hay quienes se imaginan que Macri está haciendo lo mismo que tuvo que hacer Duhalde en 2002: una profunda devaluación (llegó al 300%), para recuperar en forma de shock la competitividad argentina, achicando o eliminando así los dos déficit, tanto el comercial como el fiscal.
Sin embargo, hoy Macri está en la obligación de no quedar emparentado a ninguno de los dos. Ser De la Rúa implicaría resumir su gestión al inmovilismo total y no hacer nada de lo que se propuso hacer. El radical nunca asumió el costo de romper con la convertibilidad que venía haciendo estragos en la economía argentina. Hasta ahora, Macri viene mostrando una dinámica distinta: asumió el costo de eliminar subsidios y aumentar tarifas, de modificar el cálculo previsional (que en este contexto va a terminar siendo más beneficioso), y de salir del cepo al dólar, entre otras medidas antipáticas o riesgosas.
Macri no puede quedarse quieto ni permitir que el ajuste tenga efectos drásticos
Ser Duhalde, en tanto, significaría hacer el trabajo sucio para allanar el panorama para que luego venga un próximo gobierno que tenga las cuentas públicas ordenadas: dólar alto y con superávit gemelos. El problema es que ser Duhalde implicaría –a pesar de que muchos parecen olvidarlo hoy– permitir que la pobreza llegue al 54,3% (en 2002, producto de la devaluación, subió 19 puntos porcentuales), que el PBI caiga 10,9% y que se tenga un desempleo que ese fatídico año llegó al 21,5%. Lo único positivo fue que por ese contexto social y la capacidad instalada ociosa, el traspaso a precios de la devaluación del casi 300% no fue fuerte y la inflación fue del 40%.
Lo cierto es que comparar el contexto económico actual con el 2001-2002 no tiene mucho sentido. No solo porque los números de la economía son otros, sino también por la contención social que está ya legislada. En 2002, las jubilaciones, por ejemplo, no estaban indexadas y por eso pasaron mucho tiempo sin subir, excepto las mínimas. Hoy tanto las jubilaciones como las asignaciones por hijo están atadas a la inflación y suben cada tres meses. El Gobierno va a estar obligado a redoblar los esfuerzos para atender a los sectores más vulnerables, aunque eso genere mayores dificultades para reducir el déficit fiscal (algo que a Duhalde, por la falta de indexación de la economía y por el default decretado, le costó menos).
Macri tiene que ser Macri. No quedarse quieto, pero tampoco permitir que el ajuste tenga una consecuencia social drástica. Y a los opositores tampoco se los puede comparar con los del pasado, pero sí deben aprender, para no cometer los mismos errores.