COLUMNISTAS
otro desastre argentino (I parte)

El desaparecido que faltaba: la lectura

Frente a las crisis, debilidades institucionales, violencia urbana, racismo, etc., el autor de esta crónica cree que quizá sea hora de pensar que muchos de esos problemas tienen un origen mucho más preciso e infinitamente más sutil: el abandono de la lectura como práctica familiar y escolar, que no fue casual ni progresivo como algunos creen, sino que ha venido siendo una de las más perversas, sutiles y constantes acciones del poder en la Argentina, primero el dictatorial y luego el clientelista.

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Muchísimos argentinos y argentinas son conscientes, hoy, de que la crisis de sistema que hemos vivido desde por lo menos 1974, con hitos en el ’76, el ’83, el ’89, el ’95, el ’99 y el 2001, dificulta muchísimo la construcción de ciudadanía.
Peor aún, hasta podría decirse que el retroceso ha sido tan grande que importantes sectores sociales parecen creer hoy que la violencia urbana que llaman “inseguridad”, es producto exclusivo de desaciertos políticos y económicos de “otros”, a los que llaman peyorativamente “los políticos”, como si ellos –los argentinos y argentinas de todas las edades y clases sociales– no tuvieran nada que ver.
Y no sólo eso: a la vista de tanta estupidez racista que reaparece a cada rato en nuestro país, ahora contra bolivianos y peruanos, como ayer contra judíos, turcos, tanos, gallegos o paraguayos, da la impresión de que para muchos y muchas compatriotas el problema es génetico o racial.
No hay nada de eso. Y el resentimiento social generalizado –ése sí, en todo el territorio nacional y especialmente en la gran mayoría de las capitales provinciales– tampoco parece explicarse más allá de la infinita cantidad de lugares comunes, frases hechas y tópicos que en este país se pronuncian al boleo y con alarmante, insensata facilidad.

Un diagnóstico no reconocido

En este país venimos de un largo oscurantismo en el que la lectura y el libro fueron demonizados, y sin embargo no parece haber conciencia de ello. Lo que es por lo menos paradójico, pues la Argentina fue una sociedad muy lectora, aquí se tradujo gran parte del pensamiento universal, fuimos el principal país productor de libros de América y el mayor exportador de libros en lengua castellana. Hasta que un día dejamos de ser todo eso, y no por voluntad ni por casualidad.
En marzo de 1976, con la instalación de la Junta Militar se impuso también (entre tantas funestas políticas de Estado) el discurso autoritario y perverso de que leer era peligroso y entonces había que censurar y prohibir. El trabajo intelectual y su instrumento mejor –el libro– fueron declarados subversivos. El miedo echó raíces en todos los sectores sociales. Y así se consiguió rápidamente que el libro y la lectura terminaran siendo condenados porque el saber lo era. El conocimiento, el pensamiento, la libre expresión de las ideas, todo eso fue, de pronto, peligroso. Millones de libros se quemaron, bibliotecas enteras fueron destruidas, y con ello la lectura fue la gran perseguida. Y se convirtió en lo que acaso pueda considerarse el más sutil de los desaparecidos.
El resultado tardó muchos años en evidenciarse y su consecuencia está a la vista: se desprestigiaron el libro, la biblioteca, la lectura, el conocimiento, y los argentinos dejamos de ser un pueblo lector. Sumado a ello, la gran literatura dio paso a la literatura de ocasión, de digestión veloz, reglada por el Mercado y no por la calidad ético-estética. La reflexión y el pensamiento lento –el pensamiento que piensa, como diría Pierre Bourdieu– fue sustituido por el bombardeo de luz y sonido que impide pensar: la tele, que es, hoy, en la Argentina, el principal (mal) educador de generaciones enteras.

Sabemos, está claro, que el itinerario de la lectura, y del libro, fueron siempre difíciles, riesgosos. Así fue desde los primeros rollos que fijaron el conocimiento, las leyes y los relatos, hasta que en el siglo XV Johannes Gutenberg inventó en Maguncia la primera prensa de tipos móviles, que permitió la reproducción infinita de los textos. A partir de entonces, en cada turno histórico y en cada núcleo social, a la par de la lectura se planteó la cuestión del poder. Porque leer es saber. Y como saber es poder, leer es poder.
Por eso a lo largo de la Historia el conflicto se planteó respecto de quién guardaba, quién custodiaba, quién tenía ese poder. Así sucedió con la Biblia, cada uno de cuyos evangelios fue producto de una crisis de poder. Así sucedió con la Comedia de Dante en el 1300 florentino y también con la propuesta de Martín Lutero de una Biblia germánica sin intérpretes oficiales. Y también pasó con las fabulaciones de Rabelais, de Shakespeare, de Cervantes y tantos más, todas orientadas a eludir censuras y responder a los poderes seculares. Y más acá, en los últimos cien años, ahí están las persecuciones del nazismo y el franquismo. Y en nuestro país las quemas de libros ordenadas por la Junta Militar en Eudeba, en el Centro Editor de América Latina y en innumerables editoriales, diarios y revistas. La historia de la lectura es la historia de la persecución de los lectores. De ella se ha nutrido la historia del pensamiento, de la literatura, de las religiones y de cada cisma, cada dictadura y cada democracia.
De ahí que en la Argentina actual, ya en democracia, la cuestión de la lectura devino fundamental.

El estado de la lectura

Esto empezó a verse claro al final de la sucesión de crisis de los 80 y 90, cuyo punto culminante fue el paso del año 2001 al 2002. Desde entonces se puso en marcha, en todo el país, una saludable oleada de promoción de la lectura. Que no se detiene, sigue creciendo y es una extraordinaria respuesta que nuestra sociedad está dando. De la mano del Estado a través del Plan Nacional de Lectura primero, y luego de la Campaña Nacional de Lectura, y con el concurso de decenas de instituciones públicas y privadas, se ha venido librando una extraordinaria batalla por la lectura.
Ahí están las centenares de ferias de libro que surgieron a partir de la gran feria porteña que organiza desde hace tres décadas y media la Fundación El Libro, y con el apoyo de cámaras empresariales y organismos como la Comisión Nacional de Bibliotecas Populares (Conabip), la verdad es que la Argentina ha puesto en marcha una respuesta fabulosa al problema.
Sin embargo, si bien puede decirse que hemos ganado una batalla importante en el camino de volver a ser una nación lectora, porque hoy somos nuevamente un país consciente del valor de la lectura, la realidad es que no somos, no hemos vuelto a ser, una sociedad lectora. Y nos falta muchísimo para llegar a ello.
Desde la primera encuesta de lectura que encargara el Ministerio de Educación, durante la gestión de Andrés Delich (2001), el Sistema Nacional de Consumos Culturales ha venido midiendo las conductas lectoras de los argentinos. Así sabemos, por caso, que alrededor del 75% de los argentinos no pisa jamás una biblioteca. La Fundación que presido en el Chaco acaba de realizar (terminó el mes pasado) la Primera Encuesta de Lectura del Area Metropolitana Gran Resistencia. Es éste uno de los poquísimos muestreos independientes, fuera de la Capital Federal.
Entre las comprobaciones más previsibles para una sociedad tan emobrecida, puede anotarse que los chaqueños –como la inmensa mayoría de los argentinos– leen muy poco: casi la mitad (47%) no leyó nada en el último año, período en el que un tercio (33,3%) dice haber leído uno o dos libros. Apenas el 0,7% leyó de 5 a 10 en el año, y un ínfimo 0,25% más de 10 libros.
Sin embargo, la lectura sigue teniendo prestigio, lo que podría orientar políticas de Estado de lectura: entre los motivos para leer el 84% de los encuestados coincidió en que lee “porque aprendo”, contra el 48% que dijo “por obligación”, mientras el 24,3 por distraerse y el 22,9 por placer.
Otra orientación interesante puede extraerse del hecho de que, entre los lectores habituales, los libros que más se leen en el Chaco, por lejos, son cuentos y novelas (45%), seguidos por técnicos y científicos (10,4), poesía (9,2) y ensayos (7,9).
Claro que entre los chaqueños que sí dicen leer, el número de menciones a Paulo Coelho y la Biblia estuvo muy por encima del resto de los autores mencionados libremente: Sabato, Fontanarrosa, Bucay, Neruda, el Martín Fierro, en ese orden.
Las razones de los que no leen son las clásicas, que aparecen en todas las encuestas desde hace años: el 82,7% se autojustifica en argumentos que no sería imposible rebatir con adecuadas políticas de Estado: no tiene tiempo (37,7%), no tiene el hábito (23,7%), no tiene interés (14,2%), o los libros “son caros” (11,1%).

Leéme, abuelita

Pero lo más impactante –y esto va en línea con el trabajo que realiza la Fundación, dedicada desde hace más de una década a programas como el laureado Abuelas Cuentacuentos, que ha obtenido una docena de reconocimientos internacionales– es que de los que se consideran a sí mismos lectores, el 79% lo atribuye a que hubo alguien que les leyó en su infancia y sienten que le “deben su condición de lector”. ¿A quién? A la madre (47%), al padre (29,4%) y luego, pero bastante lejos, a maestros, abuelos y abuelas (7%, 6% y 6%, respectivamente).
Este es un fabuloso posible punto de partida para muchas políticas de Estado, tal como la Fundación lo ha venido comprobando desde mediados de los 90. La muestra permite saber ahora que el 67% de los encuestados totales, se declaren lectores o no, “sí recibió lecturas durante su infancia”, y otra vez los transmisores principales fueron la madre (49,5%), el padre (31,6), la abuela (8,2), las niñeras (3,3) y el abuelo (3).
Saber lo anterior es valiosísimo para reafirmar lo que venimos sosteniendo desde hace años: el problema de la lectura no es de los chicos; es de los grandes. Si los chicos no leen es porque los grandes no leen, y eso se advierte especialmente en las nuevas generaciones de progenitores que han dejado de leer. La encuesta, en este sentido, lo transparenta: a los que sí recibieron lecturas, sus mayores dejaron de leerles a los 4 años (2%), a los 5/6 años (27), a los 7/8 años (23), a los 9/11 años (25), a los 12 o más (20%).
Respecto de los hogares con niños, a la pregunta de si existe algún adulto que acostumbre hoy leerles a los niños, estimula saber que el 65,2% respondió que sí se les lee a los más chicos, y en cuanto a quién es el adulto que lee, se trata de la madre en el 61,5% de los casos, seguida de hermanos (14,7) el padre (13,9), la abuela (5,7), las niñeras (2,4) y el abuelo (1,8).

La abuela Estela Molero de Nazzeta, que participa del programa desde hace seis años y con su amiga Ely Silva leen a grupos de jóvenes en la Escuela Media N°14 “Ramón Tissera”, cuenta que a partir de sus visitas los alumnos comenzaron a interesarse por la poesía y la narración y revitalizaron la biblioteca de la institución. “Empezamos con miedo de no saber qué podrían querer estos chicos, algunos ya mayorcitos y muchos de ellos huérfanos que viven en un hogar judicial. Pero una lectura llevó a la otra y hoy la bibliotecaria nos agradece el movimiento que se creó. Todos son socios ahora y eligen libros para llevar. Cuando les gusta un autor piden más obras y nos aplauden al terminar cada lectura.”
Colateralmente, no es un dato menor que en los hogares chaqueños con niños el 24% dice tener un televisor en el cuarto de los chicos, contra el 76% que no los tiene, lo cual seguramente responde al espectro pluriclasista que se cuidó que la encuesta respetara. En cuanto a la tele, es obvio que es la reina de cada hogar: hay un aparato en el 82% de la cocina-comedor de los chaqueños, y el 69% almuerza y cena con el televisor encendido.
Como confirmando la importancia de contar con asistencia afectiva, Rosa Muramis, directora de la EGN N°44 “Hermosina Garro de Martí” de Gral. San Martín, en la Provincia del Chaco, dice: “Las abuelas empezaron a venir a principios de año y ya se evidencia un cambio en los niños. Ahora están motivados para leer. Buscan y llevan libros. Participan en las lecturas diarias. Las lecturas de la abuela fortalecen el proceso de comprensión lectora”.
Otras comprobaciones coincidentes con las sucesivas mediciones capitalinas son, por ejemplo, que el 51% de los encuestados no compra libros en todo el año y el 71% nunca regala libros con la reiterada excusa de que “son caros”.

La siempre incomprendida importancia de leer

Aunque suene provocativo, puede decirse que si una persona no lee está cometiendo un autocrimen que pagará el resto de su vida con su propia ignorancia. Allá él, o ella. Pero cuando es un país el que no lee, ese crimen lo paga con su historia, máxime si lo poco que lee es basura, y si encima la basura es la regla en los grandes sistemas de difusión masivos. No hay peor violencia cultural que el proceso de embrutecimiento que se produce cuando no se lee. Una sociedad que no cuida a sus lectores, que no cuida sus libros y sus medios, que no guarda su memoria impresa y no alienta el desarrollo del pensamiento, es una sociedad culturalmente suicida. No sabrá jamás ejercer el control social que requiere una democracia adulta.
Sin lectura no hay educación posible. No es posible siquiera imaginar un futuro para nuestros países, sin lectura. Esto es: sin ciudadanías lectoras que forjen en los libros su criterio y perfeccionen la democracia. Construir ciudadanía es construir lectores.
Esta es la Pedagogía de la Lectura que desde hace años, en el Chaco, venimos definiendo y practicando. De hecho la desarrollamos como una forma concreta –y de bajísimo costo– de abrir puertas a una interacción educativa y formadora de formadores de lectores, sean docentes, bibliotecarios o padres/madres de familia. Varios indicadores nos demuestran que el trabajo por la lectura mejora a una sociedad de manera mucho más profunda que lo que parece. Y la democratiza de manera extraordinaria.

Esto se puede dar en cualquier contexto, como lo prueba la Abuela Mariana Vicentín, que lee semanalmente en el Comedor Piacenza Solidaria, del Barrio Villa Palermo II, en las afueras de Resistencia: “Yo leo desde hace cuatro años en un comedor donde asisten más de 200 chicos. Llegan desde todo el barrio a tomar la leche. Los dos primeros años fueron los más difíciles. Casi no escuchaban, era imposible pedirles que se quedaran quietos. Pero hay que persistir y encontrar cuentos atractivos, que puedan entender todos. Ese es el secreto. Ahora, a medida que terminan de merendar, solitos van acomodándose en grupos para escuchar. Esperan su turno, algunos me esperan casi hasta que anochece. Y ya tengo un grupito de unos 30, a quienes llamo “mis lectores”, que me piden libros para llevar a sus casas y me los devuelven a la semana siguiente. Aprendieron a conocer autores, estilos, los veo leerse entre ellos mientras esperan su momento conmigo”.
Por eso la especialista colombiana Silvia Castrillón, una autoridad en la materia, propone que el derecho a leer sea elevado al rango de derecho constitucional. La razón es sencilla: leer es un acto inherente a los ciudadanos de una democracia; debe ser garantizado por la Constitución.
Así, la lectura deviene derecho político fundamental. Y tanto, que la democracia misma depende de la lectura. Que así trasciende la perspectiva que se le da habitualmente, cuando se la considera como un exclusivo “problema pedagógico”. Es muchísimo más que eso.

La lectura y el Estado

Así como en la vida somos en tanto hablamos, y lo que hablamos, y cómo hablamos, nos define, también somos lo que leemos. Pero sobre todo, como sociedad, también somos lo que no hemos leído.
De ahí que resulta estimulante y positivo decir que los argentinos, desde 2002, hemos librado y en cierto modo ganado la primera gran batalla de la lectura, que fue la de la concientización,
Como en casi todos los países de América latina, en nuestro país existen muchos y muy buenos programas de promoción y fomento de la lectura. Todos ellos eficaces, activos, algunos muy originales. Y subrayarlo no es poco triunfo, porque venimos de aquellas persecuciones que desbarataron al país lector que alguna vez fuimos.
Hoy es un hecho que la lectura como problemática social está instalada en todas las agendas educativas y culturales, y también en las preocupaciones familiares. Sin dudas. Hoy prácticamente nadie, en la Argentina, ignora la importancia de la lectura. Y es evidente que la ciudadanía quiere lectura para sus hijos. Lo cual está muy bien, es un enorme avance. Pero no somos todavía un pueblo lector.
Aunque sí somos –y el mérito es de muchas autoridades educativas y culturales, nacionales y de varias provincias– una sociedad en franca recuperación lectora. Y se puede afirmar, incluso, que aunque no es todavía suficiente, de todos modos hoy en la Argentina se lee bastante más que hace cinco años. Y se ha recuperado el prestigio de la lectura.
Pero la gran batalla que falta es la que, en cierto modo, excede a la labor del Estado: ahora se trata de pasar de la conciencia de lo importante que es leer, a la lectura cotidiana. Hacer que ese acuerdo básico transforme en lectores a los ciudadanos. Para lo cual hace falta lo principal, lo que realmente nos hace lectores: leer.

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Saber leer y ser lectores

La solución al problema del analfabetismo, aunque se diera de manera absoluta, no conduce a una sociedad lectora. Hay que diferenciar las cosas: una es que aprender a leer corresponde al plano de la instrucción pública, lo cual el Estado garantiza de manera que todos los ciudadanos sepan leer y escribir. Otra muy distinta es la referida a la práctica consuetudinaria del placer de la lectura.
¿Se puede inculcar, enseñar, transmitir este placer? Claro que sí. Y no tanto como una habilidad (que también puede serlo) sino como una provisión amorosa. Por ejemplo la que les damos a los niños, con nuestra voz y los textos más hermosos de la literatura universal. Así les transmitimos un alto grado de seguridad, que queda asociada al placer y a la alegría.
Si no hay placer, inexorablemente el niño rechazará la lectura. De ahí que la lectura en voz alta, paciente y apacible, estimulante y en lo posible divertida, jamás es rechazada por niño alguno. Hagan la prueba y verán: ningún niño pedirá que no le lean en voz alta. Ninguno dirá: “No, no quiero que me leas”.
Para leer por placer, lo más importante siempre es lo que se cuenta, la trama. Es como cuando uno quiere “un buen libro”, una buena historia. Aquel típico libro que algunos llevan “para leer durante las vacaciones”.
Con los chicos sucede lo mismo: quieren buenas historias, con acción, intriga, suspenso. No hay manera de perderse con textos de excelentes autores argentinos como María Elena Walsh, Graciela Cabal, Luis María Pescetti, Pablo de Santis, Emma Wolf y Jorge Accame, además de las estupendas poesías de Ana María Shúa, Laura Devetach y Adela Basch, entre tantos y tantas.
Para ser un lector no hace falta “saber” de literatura ni de libros. Sólo hacen falta unos pocos minutos. Tampoco se deben tomar cursos de literatura infantil, ni asistir a talleres de lectura. No se requiere ningún esfuerzo o talento especial. Sólo hay que leer. Generosa, intensa, histriónicamente si el texto lo propone o autoriza. Y compartir, leer en voz alta, que produce siempre un encuentro precioso con el que escucha.
En la escuela, por eso, hay que estimular a los chicos a que sientan que el momento de la lectura es un recreo encantador, enriqueceder y divertido, en el que el aprendizaje va de la mano de la lectura en libertad.
El problema suele ser, creo que va quedando claro, que quienes deberían incitar a la lectura y ocupar el lugar del mediador que estimula, no lo hacen. Además de los padres, maestros y profesores debieran ser los primeros lectores, los más entusiastas, los que contagiaran el deseo de leer. No siempre lo hacen. He ahí gran parte del problema, y decir esto no va en contra de los docentes sino todo lo contrario: es estimularlos a recuperar un rol fundamental.