La luz y la oscuridad son los dos ejes simbólicos para representar el bien y el mal, que tanto ayudan a los guionistas cinematográficos a la hora de definir cómo se van a comportar los personajes. La realidad se manifiesta siempre más compleja que las ficciones pero, aun así, la transición que vive la Argentina nos muestra que dos mundos contrapuestos pueden también considerarse a sí mismos como el destello y la sombra. Aunque buscan galvanizar sus diferencias, tienen algo demasiado importante en común: se trata del poder. De su naturaleza, administración, laberintos y, claro, también excesos y desplantes. Ocurre en todas partes, cómo no va a pasar en nuestra democracia aún embrionaria, con instituciones tan enclenques.
Por un lado, fragmentos del otrora hegemónico universo K, perdido su estatus de formación dominante y en franco proceso de descomposición, están aprendiendo a ser oposición en un entorno exótico: el llano de la sociedad civil. Por otro, una nueva fuerza, que todavía ni siquiera tiene nombre (¿terminará llamándose “macrismo”, se afirmará acaso la marca Cambiemos?) y que por convención llamaremos el Gobierno, está dando también sus primeros pasos, dejando de ser una novel coalición electoral para intentar reconvertirse en una plena coalición de gobierno, en un enjambre también ajeno para la mayoría de sus integrantes, acostumbrados a un hábitat más limitado y previsible.
El término de doce años en el poder y tantas ilusiones interrumpidas de eternidad y cambios revolucionarios representan para CFK y sus acólitos un fin para nada sencillo de procesar. Apoyaron esos espejismos de inmortalidad en tres pilares simbólicos tan tentadores como transitorios, tan adictivos como irreemplazables: el Estado, la presidencia y la misión reparadora de las injusticias del pasado. El Estado-centrismo del modelo K constituyó siempre su mayor fortaleza y su peor debilidad. Entendido anacrónicamente como sinónimo de lo público y encarnación de lo popular (por eso su sincretismo con otros conceptos como “patria” o “nación”), el Estado se personificaba en la figura del híper presidente como motor del cambio histórico “desde arriba”, en una interpretación que remite a una superficial lectura leninista onda Marta Harnecker. Ese decisionismo extremo, seductoramente schmittiano, suponía como fin supremo la reparación de los daños del pasado: los destrozos del neoliberalismo (en sus versiones militares y civiles, 70 y 90), la cuestión de los derechos humanos, la entrega de la soberanía (YPF, Malvinas, deuda externa, etc.), el olvido de los débiles… Y como todo operativo simbólico realizado desde el poder, esta construcción de una identidad fue tan discrecional como antojadiza, tan artificial como adaptable a las necesidades de la coyuntura.
El gran dilema ahora de los salientes “oscuros” K es encontrar un mecanismo para reconstruir su mundo lejos de su hábitat natural, desde el seno de la sociedad civil y sin los recursos económicos a los que tan acostumbrados estaban. Aquella pretensión de resistir dentro del Estado duró un suspiro: la resistencia deberá darse a la intemperie, bien lejos de las mieles del poder central. Eso les pasa por ignorar a Perón: “Lo único que perdura son las organizaciones”. El final anunciado de la Afsca y 6,7,8 son apenas dos ejemplos de lo escandalosamente endeble de la estrategia de retirada pergeñada por Cristina. Algunos quisieron ver en la breve tozudez de Sabbatella una nueva Batalla de Stalingrado. Algo más meritoria parece ser la actitud de la procuradora Alejandra Gils Carbó, que pretende aguantar los trapos aunque ya sin el control de las escuchas telefónicas.
En esta incómoda transición, Cristina se mantiene en absoluto silencio mientras el mundo K defiende al menos el valor de la palabra, replegada ahora a las ágoras porteñas: El talk show de Axel desde Parque Centenario, los panelistas de 6,7,8 desde Parque Saavedra. ¿El movimiento nac & pop, antimonopólico y antiimperialista convertido en una mera expresión pequeñoburguesa de fin de semana? No van a la Plaza de las Madres, tampoco a la del Congreso, mucho menos a Palermo (ese invento sarmientino), ni hablar del Parque Roca o el Avellaneda (quedan medio lejos).
Por su lado, también Macri y su equipo están imbuidos en un acelerado proceso de aprendizaje.
Han desempolvado la famosa doctrina “qué lindo que es dar buenas noticias”, evitando cualquier diagnóstico preciso sobre la gravedad de la crisis heredada, apalancándose en el exitoso paquete de medidas inicial implementado por el gabinete económico. Algunas decisiones descolocan a propios y extraños, como el neoproteccionismo, el impulso al consumo o el sostenimiento del control de (algunos) precios. ¿Qué Estado busca construir este gobierno? ¿Cuánto intervencionismo tendrá el modelo M? Hasta ahora sabemos lo que no quiere ser: sin ñoquis, sin perseguir a los medios independientes, sin generar inflación. Queda pendiente la definición por la positiva.
Respecto de la presidencia, el asunto es aún menos evidente. La vocación de diálogo aparece de repente reducida a un mero formalismo al ritmo de decretazos legales pero de cuestionable legitimidad. “Debe dar señales de autoridad, marcar la cancha, desmontar rápidamente los principales mecanismos autoritarios heredados”, se justifican. Finalmente, Macri busca apropiarse de los espacios formales, con cuidado y prolijidad. Retoma tradiciones como brindar con empleados de la Casa Rosada y con los periodistas acreditados, siempre con onda relajada. Se va a descansar unos días a Villa La Angostura, luego de un año agotador, ni hablar de lo que le espera, además de las inundaciones. Se trata del lugar más entrañable del establishment (el Martha’s Vineyard local). El Sur también existe: curioso que Macri y Cristina compartan el mismo lugar en el mundo. Aunque, claro, El Calafate es expresión de la plata nueva, del capitalismo de amigos, no obstante igualmente salvaje.
Hay un poder residual que padece un ajuste muy dramático, una reforma estructural, que deberá ser más austero, casi frugal.
Hay otro poder que crece día a día, manda, conduce, se anima a penetrar espacios materiales y simbólicos hasta ahora desconocidos. Ambos poderes se resisten, buscan diferenciarse y en buena medida eliminarse mutuamente. Pero se necesitan. Y hasta parecen genéticamente conectados. Como cuando Darth Vader le hizo saber a Luke Skywalker que era su padre.
Luz y oscuridad, el bien y el mal están más imbricados de lo que a menudo nos animamos a aceptar.