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El día después de mañana

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Aprovecho estos días de contienda electoral (que después de mañana se tomará una pausa) para homenajear a una de las mentes más brillantes del siglo pasado, el centenario de cuyo nacimiento se cumple el próximo 12 noviembre, fecha alrededor de la cual se realizarán homenajes en todo el mundo, incluso en Buenos Aires.

En Mitologías, uno de sus libros más hermosos (siempre será difícil decidirse, y el asunto se resolverá antes según el humor del lector que según la calidad intrínseca de los argumentos que hay en cada uno de ellos, todos extraordinarios), Roland Barthes incluyó artículos publicados previamente en la prensa francesa, en los que pretendía desmontar los dispositivos de naturalización de la cultura (el modo en que se presenta como “natural” la más salvaje imposición de unidades ideológicas destinadas a perpetuar la dominación política y social).

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Una de esas mitologías se llama “Fotogenia electoral” y allí Barthes sostiene que, en la medida en que la fotografía es elipsis del lenguaje y condensación de un “inefable” social, constituye un arma antiintelectual que tiende a escamotear la política (entendida como un cuerpo de problemas y soluciones) en provecho de una “manera de ser” socio-moral.

Así, la fotografía electoral sería, ante todo, reconocimiento de algo irracional extensivo a la política. Lo que atraviesa la fotografía del candidato no son sus proyectos sino sus móviles, sus circunstancias familiares, mentales, eróticas, todo ese modo de ser del que el candidato es a la vez producto, ejemplo y estímulo. Lo que la mayoría de nuestros candidatos (los de Barthes, en su momento; los nuestros, este año) da a leer en su efigie es su posición social: la comodidad espectacular de las normas familiares, jurídicas, religiosas en las que se instala.

El uso de la fotografía electoral supone, naturalmente, una complicidad: la foto es espejo, deja leer lo familiar, lo conocido, propone al lector su propia efigie, clarificada, magnificada. El elector se encuentra expresado y transformado en héroe, es invitado a elegirse a sí mismo, a cargar el mandato que va a dar con una verdadera transferencia física. Esa transferencia física era, para Barthes (quien, por supuesto, fue marxista), el soporte de la representación política.

En ese aspecto, por lo menos (aunque hay otros muchos), la perspectiva de Barthes coincide con el de la teoría crítica alemana. En Dialéctica de la ilustración, Theodor Adorno y Max Horkheimer refutaron el error de considerar opuestos el proceso de nivelación y estandarización de los hombres y mujeres en el capitalismo de masas y el refuerzo de la individualidad en las llamadas personalidades dominantes.

Los políticos de hoy, razonaron Adorno y Horkheimer, no son superhombres sino meras funciones de su propio aparato publicitario, puntos de cruce de las mismas reacciones de las masas. El jefe no es sino la proyección colectiva y desmesuradamente dilatada del yo impotente de cada individuo.

No por azar, razonan los dialécticos con humor barthesiano, tienen aire de peluqueros, actores de provincia o periodistas de ocasión. Incluso, diríamos hoy, algunos bailan penosamente.
Parte de su influencia moral deriva justamente del hecho de que los candidatos, impotentes en sí mismos y similares a cualquier otro, encarnan la plenitud del poder señalando, al mismo tiempo, el espacio político vacío en que el poder ha venido a caer (sobre todo en sociedades como las nuestras, donde el capitalismo no necesita del Estado sino marginalmente para obrar con eficiencia).
Es la individualidad en ruina la que triunfa en nuestros candidatos peluqueros-actores de provincia-periodistas de ocasión-bailarines de concurso. Los jefes de la política (los que triunfan hoy, los que triunfarán mañana) no son sino lo que fueron siempre: comediantes que representan el papel de jefes.

Hasta aquí no se trata de opiniones. No de las mías, por cierto, pero tampoco de las de Roland Barthes o de Adorno y Horkheimer, quienes analizaron determinados procesos que, con el tiempo, no han hecho sino profundizarse. Photoshop, extensiones, grabaciones telefónicas, tuits sólo sirven para decir “tengo tus mismos sueños, vacíos de esperanza”