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El día que la vanguardia de Lenin tomó el poder

Los sucesos de octubre tuvieron variadas repercusiones sobre la sociedad rusa. Para muchos de sus habitantes, la toma del poder por parte de los bolcheviques generó un sentimiento de alegría, porque pensaban que empezaba a surgir un nuevo mundo en donde la justicia y la igualdad iban a triunfar sobre la explotación y la arbitrariedad.

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Los sucesos de octubre tuvieron variadas repercusiones sobre la sociedad rusa. Para muchos de sus habitantes, la toma del poder por parte de los bolcheviques generó un sentimiento de alegría, porque pensaban que empezaba a surgir un nuevo mundo en donde la justicia y la igualdad iban a triunfar sobre la explotación y la arbitrariedad. A los ojos de un gran número de obreros y soldados, así como de algunos sectores del campesinado, el gobierno de los soviets aseguraba la libertad y el acceso a la tierra, la destrucción de las viejas clases privilegiadas y el triunfo de los trabajadores. La apuesta era sin duda riesgosa, sobre todo por los problemas que ocasionaba la guerra y la latente amenaza contrarrevolucionaria, pero muchos pensaban que valía la pena. Esta visión de la situación se contraponía sin dudas a otra que tenían sectores militantes del socialismo no enrolados en el Partido Bolchevique, quienes veían en el operativo realizado por los hombres de Lenin la hábil maniobra de una minoría audaz sin mandato alguno, que había usurpado el poder aprovechando la debilidad del Gobierno Provisional. Para ellos, la convocatoria a la Asamblea Constituyente marcaría sin dudas el fin de esta “aventura”, protagonizada además por un dirigente seriamente sospechado de estar en connivencia con el enemigo alemán. Si los sucesos se encarrilaban, entonces podía empezar a pensarse en un verdadero gobierno democrático de la clase trabajadora y del campesinado, en condiciones de enfrentar con éxito los desafíos del momento. El gran problema de estos grupos, que se venía manifestando desde meses atrás, residía en que en ciertos temas cruciales que exigían decisiones inmediatas, como el de la continuidad o no de la guerra, existían posiciones divergentes, de difícil conciliación en un momento en que la sociedad reclamaba un rumbo definido. Por otra parte, había también sectores moderados dentro de la dirigencia de esos partidos que estaban dispuestos a continuar impulsando una política de coalición con los partidos burgueses como camino para enfrentar la crisis. Finalmente, para una parte significativa de la población –sobre todo en el ámbito urbano–, lo que había ocurrido era un episodio más de una situación política que se había deteriorado de manera progresiva en los últimos meses, y la toma del Palacio de Invierno, acompañada de la conformación de un nuevo gobierno encabezado por Lenin con participación exclusiva de los bolcheviques, no parecía nada demasiado diferente ni tampoco auguraba una modificación en un escenario caracterizado por una debacle económica y una enorme tensión social. Los testimonios referentes a que la vida cotidiana en Petrogrado siguió desarrollándose durante un tiempo sin mayores cambios –como si lo ocurrido fuera una cuestión que no los afectaba de manera directa– daban cuenta de una realidad extremadamente compleja, en la que nada estaba definido. John Reed, el más famoso de los cronistas de la revolución, describía así la situación de Petrogrado el 26 de octubre: en apariencia, todo estaba tranquilo; cientos de miles de personas se levantaban como todos los días y se dirigían a sus trabajos. En Petrogrado funcionaban los tranvías, las tiendas y los restaurantes estaban abiertos, los teatros daban funciones, se anunciaba una exposición de pintura. Sin embargo, el control de la situación por parte de quienes estaban al frente del gobierno no era una tarea fácil. En principio, los víveres en la capital sólo alcanzaban para unos pocos días; además, la reacción de los funcionarios de la burocracia estatal, conscientes de la debilidad de las bases del gobierno bolchevique, fue de oposición sistemática. Se necesitaron varias semanas para normalizar la situación, lo que incluyó la cesantía e incluso la prisión de los más recalcitrantes, y su reemplazo por quienes desde cargos inferiores estuvieran dispuestos a apoyar a los bolcheviques. La posición de quienes ejercían el poder estaba atravesada por una mezcla de utopía y realismo: se planificaba como si el triunfo de la revolución fuese definitivo, pero también se tenía en cuenta la circunstancia de que lo que ocurría en Rusia debía ser el punto de partida de la revolución mundial. Es conocido el pronunciamiento de Trotsky, comisario de Asuntos Exteriores, respecto de este tema: confiado en que el triunfo del proletariado a nivel internacional iba a transformar en irrelevantes las relaciones entre los Estados afirmó que su tarea iba a consistir en “lanzar unas pocas proclamas revolucionarias a los pueblos del mundo y luego cerrar el negocio”. En esas primeras semanas también se puso en marcha un proceso de enorme significación futura, el control del poder por parte del Sovnarkom, desplazando al Congreso de los Soviets. La consigna “Todo el poder a los Soviets” se tradujo en la práctica en una frase hueca; progresivamente el Consejo de Comisarios del Pueblo comenzó a gobernar por decreto como práctica habitual. El Comité Ejecutivo de los Soviets se convirtió progresivamente en un organismo de segunda importancia, al tiempo que los comités de fábrica comenzaron a transformarse en órganos administrativos al servicio del gobierno, más que en instituciones realmente representativas. Se trataba de un deslizamiento que podía ser justificado por la dramática coyuntura que se estaba viviendo, pero que a la vista de la orientación del accionar político de Lenin y de su percepción de la realidad se inscribía sin contradicciones en una línea que tenía su origen ya lejano en el Qué hacer: la “vanguardia” era la que tenía que ejercer el poder en nombre de la clase obrera, aun en contra de ella misma. Esa hegemonía del partido se manifestó de manera explícita con posterioridad: en ocasión del X Congreso del Partido Comunista (ése fue el nombre que adoptó el Partido Bolchevique desde marzo de 1918) realizado en marzo de 1921, Lenin expresó con absoluta claridad que: “Nuestro Partido es el que ejerce el gobierno y las resoluciones que adopte el Congreso del Partido serán obligatorias para toda la República”. No era sin duda nada parecido a una concentración de poder en manos de una persona: el objetivo de Lenin era plasmar un proyecto revolucionario en el que creía ciegamente y para cuya concreción se sentía el único capacitado. En el proceso de acumulación de poder, los bolcheviques avanzaron de manera rápida sobre la libertad de prensa: entre las disposiciones de los primeros días se incluía un decreto que otorgaba al gobierno el derecho de sancionar a las publicaciones que resistieran o se negaran a reconocer a las nuevas autoridades. Pocos días más tarde, otro decreto establecía el monopolio estatal sobre la publicidad, lo que contribuyó a debilitar las bases financieras de la prensa opositora. Al principio, las medidas represivas de los bolcheviques no parecieron más efectivas que las del Gobierno Provisional –los periódicos que se cerraban reaparecían casi inmediatamente con otro nombre–, pero la confiscación de imprentas determinó que muchas publicaciones se vieran imposibilitadas de salir a la calle. El mantenimiento de la libertad de prensa era visto como “una imperdonable capitulación a los deseos del capital”. De cualquier manera, el ejercicio del poder por parte de los bolcheviques en el corto plazo estaba afectado por el hecho de que, unos días antes de ser derrocado, el gobierno de Kerensky finalmente había convocado a elecciones generales para la conformación de una Asamblea Constituyente. Ante la existencia de esta disposición, que respondía a una demanda generalizada de los partidos políticos durante los meses anteriores, incluyendo a los mismos bolcheviques, Lenin sostenía que en ese momento la convocatoria resultaba un compromiso poco conveniente, que ponía en peligro la permanencia de los bolcheviques en el poder. Su argumento era que la Asamblea Constituyente constituía la más alta forma de democracia dentro de una república burguesa pero los soviets, en tanto organización de los obreros, campesinos y soldados, eran una forma superior de democracia, la única capaz de asegurar el paso al socialismo. Pero consideraba también que era peor intentar frenar el proceso electoral, en el que los otros partidos confiaban para modificar la situación de hegemonía bolchevique, y en pos de ese objetivo se habían embarcado en una campaña. El resultado de las elecciones, que se extendieron desde el 12 hasta el 26 de noviembre, es fundamental para pulsar la situación de Rusia cuando se produjo la revolución. Las elecciones han sido consideradas una manifestación razonablemente libre del sentir de la población. Se trataron de comicios en los cuales votaron hombres y mujeres mayores de 20 años y la participación electoral fue elevada, teniendo en cuenta las circunstancias generadas por la guerra. Los comicios justificaron la inquietud que tenía Lenin respecto de los resultados. Los socialistas revolucionarios obtuvieron el 40% del total, unos 17 millones de votos, frente a 10 millones, el 24%, de los bolcheviques. Los estudios realizados sobre la distribución del voto afirman que los vencedores reclutaron la mayor parte de sus adherentes entre los sectores campesinos, mientras que en las ciudades importantes los bolcheviques fueron los triunfadores. Traducido a bancas de la Asamblea Constituyente, el resultado fue aún peor para los bolcheviques, ya que de los 703 escaños, los SR obtuvieron 419, lo que les aseguraba la mayoría absoluta, mientras que los bolcheviques, incluso con el aporte de 40 diputados provenientes de los socialistas revolucionarios de izquierda, apenas llegaban a 208 escaños. Aunque el apoyo alcanzado por los bolcheviques en los núcleos urbanos –el 45% del total de los votos en Petrogrado, el 48% en Moscú– era importante, en el campo el dominio de los socialistas revolucionarios era abrumador, a pesar de que la política implementada por el gobierno respondía a sus demandas. Los planes de Lenin para la Asamblea Constituyente se orientaron hacia la búsqueda de la estrategia adecuada para inutilizarla; en la medida en que los bolcheviques no habían tomado el poder en representación de toda la población sino en nombre de la clase obrera, podían argumentar que su partido había sido el más votado por los trabajadores. La Asamblea se constituyó el 5 de enero de 1918, y la mayoría no bolchevique, aun bajo amenazas físicas, denunció el accionar de quienes se habían apropiado del poder en forma ilegal, por lo que la situación se tornó intolerable para el gobierno.
Cuando los asambleístas llegaron el segundo día para continuar sus deliberaciones, se encontraron con que el Palacio de Táuride, sede de la reunión, estaba cerrado y los soldados les impedían la entrada. El decreto de disolución redactado por el mismo Lenin establecía que toda renuncia a la plenitud del poder de los Soviets, toda renuncia a la República Soviética conquistada por el pueblo, en provecho del parlamentarismo burgués y de la Asamblea Constituyente, constituirían hoy un retroceso y el hundimiento de toda la revolución obrera y campesina de octubre.