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PROTESTA SOCIAL

El ejercicio de la violencia legal

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La violencia desatada en las últimas protestas gremiales no constituye un hecho aislado ni un fenómeno excepcional. Se explican a partir de la desorganización y desinstitucionalización del conflicto social ocurridas en la historia argentina reciente, y por las malas decisiones gubernamentales tomadas en la política respecto a la protesta social. Como siempre ocurre, dilatar la actuación apropiada puede hacer que deje de ser apropiada cuando inexorablemente se tiene que implementar.
La protesta social está en la piedra basal de nuestra democracia. Pero no hay derechos absolutos –pues no habría entonces orden social alguno–, y es atribución del Estado integrarlos en un orden jurídico y político.
Tampoco hay derechos abstracta o atemporalmente definidos. La protesta social o el derecho a peticionar, no lo es. La desindustrialización de los 90 –y su correlato de millones de argentinos desocupados– trajo consigo el “piquete” como protesta de actores no contenidos por el sistema de representación gremial tradicional. El sindicato representa al trabajador formal, no al desocupado ni a los excluidos. De allí el surgimiento de los movimientos sociales como un mecanismo nuevo de representación de los no representados.
Dichos movimientos cumplieron un rol social clave durante el estallido del 2001 y en sus años posteriores. En sus inicios, el kirchnerismo entendió cabalmente que la tarea política fundamental era reconstruir la institucionalidad que se había llevado puesta la crisis. De allí que su alianza fundamental fuera con los sindicatos, los intendentes del Conurbano y los movimientos sociales, recursos fundamentales para controlar la calle, primer requisito de gobernabilidad de la Argentina. La consecuencia lógica de este requisito era interpretar de manera laxa el derecho a la protesta. Tanto la situación social de la primera mitad de la década pasada como el (poco) profesionalismo de las fuerzas de seguridad en el control del orden público recomendaban eso. Dicha política se basaba en el supuesto que la recuperación económica integraría al mercado formal de trabajo a los excluidos, y se derramaría en el resto de la sociedad. Así la conflictividad inherente a toda sociedad se canalizaría orgánicamente a través del sistema sindical y político.  
Sin embargo, el 50% de una política lo explican sus circunstancias. Si las circunstancias justificaban la política de laxitud en la regulación de la protesta social en el período 2003-2007, no la justificaban luego de ese año. En lugar de buscar institucionalizar el conflicto social, y así regularlo, modernizando y fortaleciendo a las instituciones gremiales y políticas (partidos políticos y gobiernos locales), por un lado, y aplicando un criterio más estricto para la administración de la protesta social, por el otro, el Gobierno optó por entrar a un laberinto del que ahora no puede salir. Las tres patas de su alianza inicial –sindicatos, intendentes del Conurbano y movimientos sociales– se resquebrajaron entre oficialistas y opositores, de modo que el control de la calle ya no resulta un monopolio del Gobierno.
En este escenario, el ejercicio de la violencia legal –atribución del Estado para constituirse en un árbitro en la disputa entre particulares– usada para restablecer el orden público pasa a ser extemporánea, y por tanto, ineficaz. En un contexto donde los movimientos sociales siguen existiendo debido a que el “derrame” de los beneficios del modelo sigue pendiente para millones de argentinos y que las bases de muchos sindicatos relevantes son ganadas por comisiones de izquierda que, al no integrar el sistema, no tienen ningún interés en preservarlo, el empleo de las fuerzas de seguridad como única política de generación de orden público es necesaria, aunque insuficiente para salir de este laberinto de conflictividad. La política debe actuar, sabiendo que de los laberintos se sale por arriba.

* Politólogo. Ex viceministro de Seguridad bonaerense.