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El escritor autoconsciente

Decir que Donde yo no estaba, la más reciente novela de Marcelo Cohen, es un gran libro, puede parecer obvio: tiene 726 páginas, de entrada nos damos cuenta de que es grande.

Tabarovsky
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Decir que Donde yo no estaba, la más reciente novela de Marcelo Cohen, es un gran libro, puede parecer obvio: tiene 726 páginas, de entrada nos damos cuenta de que es grande. Pero se trata de encontrar un adjetivo que sintetice la experiencia de su lectura (¿Pero por qué sintetizar? Buena parte la obra de Cohen gira en torno de esta imposibilidad de sintetizar, de la idea de que la literatura es refractaria a cualquier idea de reducción).
El libro está escrito bajo el formato de un diario, en el que un tal Aliano D’Evanderey va tomando notas sobre la vida cotidiana y lo que ocurre en ella. ¿Qué es la vida cotidiana? El lugar de la reflexión moral, del combate de ideas, de las peripecias intensas pero también de las nimias, del amor, del engaño, de la guerra, la poesía, el humor, la política (a cada uno de esos temas, Cohen le dedica páginas enteras). Para definir el régimen en el que viven los personajes, Cohen acuña un concepto que la filosofía política bien podría tener en cuenta: la Democracia Gentil, “una experiencia político-civilizatoria, el mejor parate que se ha inventado contra el espíritu de movilización del progreso, afiebrado, arrasador”. Detrás de ese concepto, cargado de ironía, se esconde una mirada sobre el presente, el progreso y la técnica, que se inscribe en la herencia de los ensayistas de la llamada Escuela de Frankfurt, como Theodor W. Adorno o Walter Benjamin (de hecho, no es casual si, en un reciente artículo sobre Kirchner, Cohen coloca como primera referencia bibliográfica un célebre artículo de Benjamin). Como es sabido, Benjamin asocia el progreso con la tempestad, y es capaz de percibir la relación dialéctica entre progreso y barbarie (“No existe documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie”).
En un artículo llamado Reacción y progreso, publicado en 1930, Adorno escribe: “Tanto más libre será un autor cuanto más estrecho sea el contacto con su material”. Adorno escribe ese ensayo para discutir con la idea, tan en boga en esos años (y que perdura hasta hoy en autores conservadores como Georges Steiner) de que la música tiene que ver con lo celestial, con lo inmaterial, con transportarnos a mundos sublimes. Que para escuchar y entender la música clásica, sólo alcanza con cerrar los ojos y dejarse llevar. Pero lo que viene a decir Adorno es todo lo contrario: que el arte tiene que ver con un conocimiento íntimo de los materiales expresivos, del estilo, de la sintaxis, la forma. Que antes que una actividad fantasiosa, imaginativa (o mejor dicho: a la vez que es eso), el arte es ante todo una práctica intelectual, una experiencia concreta, una acción.
Pues bien, si algo impacta de Donde yo no estaba es el conocimiento acabado de la forma literaria, de la materialidad de la escritura. Probablemente Cohen sea el gran escritor autoconsciente de la literatura argentina. Porque seamos honestos: ¿qué esperamos hoy, casi un siglo después de En busca del tiempo perdido, de una novela de 700 páginas? La puesta en escena narcisística del escritor (“¡Voy a escribir una obra maestra!”).
En 1973, Philip Roth escribió una muy buena y muy larga novela, llamada La gran novela americana. Desde entonces, Estados Unidos es testigo de decenas de tan inmensos como mediocres novelones, publicitados con bombos y platillos, de muy malos escritores en busca de esa gran novela. Y otro tanto ocurre entre nosotros, al punto que los premios literarios-comerciales de las grandes editoriales no aceptan novelas cortas. Es como si los escritores, en algún momento de sus vidas, cedieran a la tentación de escribir un novelón para asegurarse la cucarda de “gran escritor”, de “gran hombre de letras”. Pero la novela de Cohen es otra cosa: una formidable sospecha en la eficiencia del lenguaje, una indagación sobre los límites últimos del sentido común, sobre el absurdo de las palabras y de las cosas. 726 páginas que funcionan como una metáfora del carácter inacabable de la literatura.