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El escritor y su doble

El lémur es la tercera novela policial que el irlandés John Banville publica bajo el seudónimo Benjamin Black. Crítico, ensayista y prestigioso autor de obras de ficción “serias”, Banville inscribe su alter ego en una tradición practicada, entre otros, por su compatriota Cecil Day-Lewis, apellido famoso por las películas de su hijo Daniel.

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El lémur es la tercera novela policial que el irlandés John Banville publica bajo el seudónimo Benjamin Black. Crítico, ensayista y prestigioso autor de obras de ficción “serias”, Banville inscribe su alter ego en una tradición practicada, entre otros, por su compatriota Cecil Day-Lewis, apellido famoso por las películas de su hijo Daniel. Poeta laureado de la corona británica, Day-Lewis escribió La bestia debe morir bajo el nombre de Nicholas Blake en el tiempo libre que le dejaban los versos celebratorios de la familia real. Pero a diferencia de nuestra Pola Oloixarac, cuyo verdadero nombre la editorial guarda en estricto secreto, las novelas de Black avisan en la solapa quién es el autor real.

Las dos primeras novelas de Black, El secreto de Christine y El otro nombre de Laura son libros de edición convencional pero El lémur, mucho más corto, se publicó por entregas en la revista del New York Times. No es una buena novela. Más bien habría que decir que es mala y que ni su lenguaje ni su intriga despegan de una irritante mediocridad. Así y todo, no deja de ser una novela de Banville, un escritor amado por sus colegas y ahora por un público más amplio desde que ganó en 2005 el Premio Booker (una especie de Oscar de las letras inglesas) y empezó luego su vida paralela como Black.

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El lémur trata sobre John Glass, un combativo periodista irlandés que en su madurez se ablanda, se casa con la hija de un ex agente de la CIA (que parece sacado de El fantasma de Harlot de Norman Mailer) y acepta escribir la biografía autorizada de su suegro (respetando todos los secretos oficiales en torno a sus andanzas) por un millón de dólares. Se trata de una cifra obscena por un trabajo obsceno y no hay más remedio que relacionar ese encargo con el que recibe el propio Banville de convertirse en un (mal) autor de folletines a cambio de una suma, que imaginamos suculenta.

En una entrevista reciente de Rodrigo Fresán, uno de sus devotos, Banville declara que sus obras como Black están escritas, por así decirlo, con la mano izquierda: le salen más rápido, están menos pulidas y hasta se rebaja a utilizar una computadora para tipiarlas. Sin embargo, hay aspectos de lo que Banville escribe como él mismo que se mantienen en El lémur. Entre ellos el personaje dual, atormentado por una culpa cuyo discurrir mental es captado por la escritura. El acongojado Glass resulta, como su nombre lo indica, tan frágil y tan transparente para el autor como los oscuros pero mucho más complejos héroes de El intocable o Imposturas, réprobos tomados de distintas circunstancias históricas. En su Copérnico, Banville escribe lo siguiente sobre un maestro del joven científico: “Lo observaba de una manera indecente, como si le levantara la máscara con suavidad y firmeza al mismo tiempo y se adentrara en el suave y palpitante centro de su alma”. El truco de Banville como escritor se parece mucho a esa descripción: una prosa que transcribe al papel las conciencias atormentadas y sus pulsiones, una angustia omnipresente que atraviesa las circunstancias históricas y se articula en la católica noción de la culpa en un mundo sórdido que “está podrido y es irredimible” tanto entre clérigos centroeuropeos como entre millonarios norteamericanos, en 1510 y en el 2000 también.

El personaje de Copérnico, según lo construye Banville, elige la frialdad frente a las pasiones y se acobarda frente a la posibilidad de que su descubrimiento le cree problemas. Por eso, en De revolutionibus orbium coelestium no se dice que la Tierra no es el centro del sistema planetario. Algo análogo ocurre con la obra de Banville. Heredero lejano de Joyce, se asusta ante el abismo del lenguaje y se queda del lado seguro como inspector de la conciencia, con la ironía nabokoviana y un lugar en la industria editorial. Por eso El lémur se parece tanto al esqueleto de un esqueleto.