Pasmado por el muestrario de degüellos que trajo agosto (y amenaza septiembre) sigo “implicado” en la refinada medieval escena que sangra del agotado posmodernismo. O de este nonato siglo 21 que pintaba para esperanza y se especializa en duelo. Sin poder resolverla, la bizarra reflexión me dejó con las neuronas oxidadas.
¿Sólo a mí?
Esas imágenes dieron la vuelta al mundo y suspendieron el juicio a miles de millones de personas. ¿Y qué más? Un día, dos, tres más de ecos, y después, el ya clásico eclipse de resguardo. Frágiles que somos, el sistema (el que sea) nos fue formateado la cabeza y ahora nos la bochea impune. Las truchas consignas del G-8 en lo global o los necios mantras de Capitanich en lo local, despellejan el cerebro social con eficacia de lija. La decapitación de los dos periodistas puede estar en el archivo del celular (y por tanto al contacto de nuestra piel) pero no encuentra espacio en la memoria general ni en la particular. Y apenas si fue sobrevolado en los foros de la profesión.
En mi caso, no pude no seguir tratándolo conmigo. Me cuesta abrirme del mensaje que pulsa detrás de lo que se ve. Blindado que demasiado estoy/estamos ya en cada día/noche criminal de estos desiertos australes también bárbaros. Reciente, pero tenazmente antiguo, el video reanimaba lo humano cainita que buen negocio debe ser si a un siglo de la Gran Guerra del 14 los ávidos tantean otra rosca en antesala parecida.
Desde el primer vistazo la chilaba naranja y la máscara negra nublaron mi espejo interior. Fuera, eran dúo. Y dentro mío, trío. Y entonces tuve claro que un remoto verdugo soplando desde mi fósil hipotálamo ya no atendía al comando de mi moral habitual. Mi podrido cerebro 2014 licuaba conciencia y liberaba anestesia por partes iguales. Pedía no alejarme del suceso sino encarnar el tormentoso móvil del victimario y luego, o en simultáneo, la gélida entrega de la víctima. Un miedo enfundado en otro miedo. Y a la vez, confundido: ¿por qué sentirme atraído y succionado por la imagen, si estaba a 15 mil kilómetros de ella? ¿Y de resistir, desligarme y saltar a otras noticias, seguiría siendo persona, higiénicamente informadito y no alterado por algunas, como éstas, raras cosas que pasan en el mundo?
No es fácil. Es inútil todo el Descartes que interpongamos para evitar ser cómplices. Cedí ante el impacto, me envolvió lo tenebroso del acto, el sudor de la máscara negra, y el peso y escalofrío de la daga. Comprobé que un verdugo tiembla menos que un picapedrero o un mecánico. Y que actúa sin desviarse de los puntos del tutorial aprobado por el dogma. Apresar firme el pelo con la mano derecha, llevar su izquierda armada hacia la garganta del reo y allí rasgar, abrir y seccionar. Y tras rápidos tajos mecánicos alzar la sangrante cabeza dejando la estatua del decapitado, rodillas en arena, a la espera de un último ritual: una descarga de metralleta al cielo de Alá, que como firma de autor (y de autores) clausura la ceremonia.
Un temblor de lo mejor de mi yo que me quedaba mostró un algo de compasión por la víctima. No pasó de allí. En mi copado interior la adrenalina estimulaba a toda mi persona a ser cómplice del acto sin que se me moviera un pelo. La basura del siglo 21 había hecho bien su trabajo. Yo había dejado de ser yo. Mi cerebro se negaba a involucrarse. Me di vergüenza ajena.
Conclusiones tras la experiencia que viví. De muy diversos modos la decapitación es práctica cotidiana que contamina el medio ambiente social del mundo. Para desactivar su daño focal hay que admirarla (verla de lejos) y no implicar al corazón en la partida. Puede que no haya escapatoria pues el pavor y lo siniestro empujan al “lector” a ir un poco más allá, como fue mi caso. ¿Qué por qué lo hice? Por lo ya escrito y para intentar saber que nos sucede a nosotros cuando el homínido terrorista Tal le hace “eso” al homínido periodista Cual.
Sí, se nos están perdiendo algunas de las buenas costumbres que habíamos criado en los últimos tres siglos. Ahora los dramas avanzan a paso militar también en lo civil. Hoy el vivir/morir comparten una frontera de sinuosa sinonimia. ¿Cuántos pasan hoy frente al cadáver de un crimen urbano atendiendo el celular y sin echarle una mirada.“La muerte de cada ser me disminuye porque formo parte de la humanidad. Por eso no preguntes por qué están doblando las campanas. Están doblando por ti”. Hasta hace poco no faltaba al menos un homínido piadoso que recordara el mantra de John Donne. O que se detuviera unos segundos. O se persignara.
El ripioso siglo 20 que prometía la esperanza de un camino nuevo no zafó de su ciénaga de sangre. Y nos dejó los que a los 14 años del 21 son ya 12 guerras simultáneas, activas y de altísima ferocidad. El Sistema Mundial o como se lo llame, globalizó según dispuso la moneda y no según lo pedía el hambre. Le asustó que fuéramos más y diferentes, y cargó contra la claridad social, la vera ciencia y las buenas artes.
Visto el bárbaro Combo que arremete entre si por el dominio del mundo, la insoportable escena de la ejecución removió la raíz de nuestro mayor drama: el miedo. El que prevalece desde aquel contencioso que dimos en llamar Caín y Abel y que según informó estos días la Ciencia de las Edades sucedió hace 40 mil años. En el que fue el Momento Matriz de la Máscara Negra y la Chilaba Roja. Cuando superados los cromagnones que subieron de Asia y de Africa los flamantes neandertales se hicieron de la hacienda homínida, del fuego y del cuchillo. Fueron ellos/nosotros, y no los dinosaurios o la glaciación, los que armaron el magno despilporre que mantiene al yo y al nosotros en porfía y sella nuestras vidas seamos de la religión, etnia, nación, tribu o aldea que fuese. De un argumento confuso del relato matriz seguimos siendo víctimas. Sus padrinos actuales integran un álbum con rostros archi famosos. Ellos son los que diseñan y deciden el destino de nuestra Mesa y nuestra Cama y nuestra Lágrima.
Y el aumento del balido de los corderos del mundo. Como usted. O como yo.
(Y “perdón por la tristeza”, como diría Vallejo)
(*) Especial para Perfil.com. En Twitter: @epeicovich