Tomábamos el aperitivo en la galería nueva, mientras las carnes terminaban de asarse. No estaba previsto que lloviera ni que hubiera nubes y, por eso, nos extrañó el manto púrpura (de un violeta intenso, casi negro) que se insinuaba entre los árboles y que en quince minutos cubrió el cielo de parte a parte.
Pero no era una nube, porque la luz del Sol seguía torturando el mediodía: parecía una tormenta de tierra. Supusimos que habría de pasar de largo y así fue. Media hora después el cielo estaba límpido de nuevo. No recordábamos un fenómeno semejante.
Me conecté a Internet para ver si había observaciones que nos benefeciaran (descartamos que el incendio de la Reserva Ecológica fuera la causa de esa sombra sutil, pero estremecedora). Los titulares de los diarios decían que una planta de reciclado de cubiertas de auto, cerca del Camino del Buen Ayre, se había prendido fuego: cincuenta unidades de bomberos combatían el siniestro desde la mañana y se evaluaban las consecuencias ecológicas.
Así debe verse el fin del mundo: como una nube tóxica que avanza por el cielo, pero que en lugar de pasar con rumbo incierto, llevada por los vientos, queda tendida, pegajosa y letal, sobre nosotros. Un efecto colateral de la irresponsable manía civilizatoria que se conoce con el nombre de capitalismo.
Siempre pienso que si la destrucción (del mundo, del capitalismo) fuera total, la recibiría con algarabía: por fin ese error, ese intervalo en el curso natural de las cosas, el ser humano, habría desaparecido del universo (que nunca entendió).
Pero es más probable que, como tantas otras veces, sólo los menos privilegiados sufrieran los efectos de la catástrofe. Así no, así, qué gracia...