El asunto es sólo cada cuatro años. Así como todos fuimos astrónomos cuando Armstrong llegó a la Luna o ingenieros agrónomos durante el conflicto entre el Gobierno y el campo, hoy todos somos olímpicos.
No crea que me voy a meter con el asunto de saber o no saber de deportes. Para nada. Si a una conclusión no llegué en la vida es a la de definir qué significa saber de deportes. ¿Se trata de saber de historia? ¿O de reglamento? Si saber de deporte es poder preparar a un deportista o parar un equipo de cualquier cosa en la cancha, entonces no conozco a ningún periodista que realmente sepa de deportes. Para mí, lo que cuenta es el compromiso.
Es comprensible que usted, desde el laburo, en una cena con amigos o metido en la cama tratando de no dormirse porque un pesista letón está a punto de batir el récord asiático en arranque adhiera o reproche casi como si cada segundo olímpico tuviese que ver con la camiseta de sus amores. Es más, hasta me animaría a reconocerle que eso es parte de mi negocio.
Lo que jode es que la misma gente que se burla cuando algún “generalista” del periodismo deportivo –más de una vez en ciertos medios en los que trabajé fui rotulado de tal modo y desde entonces trato de convencerme de que para no serlo tengo que empezar a hablar con errores de ortografía– mete codazos para dar por radio el resultado de una yudoca argentina campeona mundial hoy se llene la boca sentenciando acerca de lo mal que anda nuestro deporte olímpico. Para llegar a esa conclusión, alcanza con leer los diarios o chusmear un poco en Internet diez minutos cualquier día de los más de 1.200 que van de un Juego al otro. Sin embargo, no tiene sentido dedicarse a ello, cuando podemos llenar espacio hablando de la interna de la barra de Gimnasia y Esgrima de Jujuy o cómo un grupo de iluminados desguazan el Racing Club tal y como ilustres funcionarios vienen saqueando la Argentina desde hace décadas.
Eso sí, cada cuatro años, flotamos entre tirarnos de los pelos criticando puestos 40º entre 42 participantes, llorar desconsoladamente a la par de las lágrimas de desazón por el atleta que no consiguió prepararse debidamente que confiesa hacer todo a pulmón y con ayuda de su familia, o ironizar sobre nuestra condición de “minúsculos” olímpicos.
Como pasa con el día a día de nuestra vida en sociedad, con el deporte tampoco somos demasiado tenaces para seguirles el rastro a los atorrantes: nada beneficia más al sirvengüenza que ser parte de un pueblo incapaz de seguir al chorro hasta verlo tras las rejas. Y nada beneficia más al dirigente deportivo que sólo se interesa por su viaje o por su figuración, que una opinión pública incapaz de pretender que los medios de comunicación dediquen aunque sea un mínimo seguimiento a la cotidianidad de nuestros atletas cuando las luces, los lujos y las derrotas olímpicas ya son recuerdo.
Lo que, de algún modo, desacomoda esta situación, son las buenas noticias. Que el fútbol esté en las semifinales es parte de lo previsible. Y a lo sumo será un capítulo más en la estúpida discusión sobre Riquelme y su parsimonia o Messi y el sobredimensionamiento. Como se dice ancestralmente: cosas del fútbol. Lo del básquet y lo de Las Leonas tiene otro sesgo. Porque después de la derrota ante Lituania y de los empates iniciales de las chicas, no demoraron en aparecer los agoreros y los falsos argumentos sobre aburguesamiento o falta de espíritu. El deporte, con toda su belleza, es mucho más complejo que eso. Especialmente el olímpico, un torneo en el cual la medalla de Federer o la que pueda ganar Messi vale tanto como la de un jugador de badminton indonesio.
De algún modo, si hablamos de esos tres casos o del de Espínola y Lange, que parecen encaminarse a una actuación que los dejará con ilusión de podio hasta el último día, caemos en algo así como nuestro “olimpismo rentado”. Equipos o deportistas que cuentan con apoyo de sponsors o presupuestos especiales, o directamente son superprofesionales que cada cuatro años vuelven a la esencia del juego.
¿Y Paula Paretto? Ahí se nos queman los papeles. Porque con casos como el suyo –o si Sánchez Verón triunfara en taekwondo, o alguno de los chicos lo hiciera en BMX–, el deporte argentino recupera el rótulo de milagroso, no ya de anémico o subdesarrollado.
De cualquier modo, la Argentina no pasa de ser, en los Juegos Olímpicos, un invitado al cual no se le puede dejar de poner un plato, pero al cual jamás sentaríamos en la mesa de los novios.
Mientras trato de ordenar alguna idea, porque a veces cuesta abstraerse del fenómeno global de los Juegos y meterse en nuestro micromundo, no puedo abandonar el estado de conmoción por haber estado sentado ahí, relatando a pocos metros de la meta la más formidable carrera que jamás haya disputado un grupo de seres humanos.
Porque festejé el gol de Di María, porque me alivié con la clasificación del básquet y casi me quedo afónico con Las Leonas. Pero terminar el día sentado en el Nido de Pájaro mirando volar a Usain Bolt fue uno de esos momentos en los que uno se queda con el alma tan llena de deporte que no importa ni la hora, ni la multitud, ni la humedad, ni las dudas sobre la China que no conozco. Usted sabe a qué me refiero. Es como la vuelta a casa después de golear en un clásico. No jode que el bondi no pare, ni que el nene pida otro pancho, ni que la señora espere en la puerta recién peinada para que la saque a pasear.
*Desde Beijing.