Discepolín nos anunció que terminaríamos en un mismo lodo, todos manoseados, y Porco Rex funciona como la banda sonora de una película que estamos rodando a nuestro pesar. Un film de este presente en el que nada es verdad y nada deja de ser verdad, como observó el escritor J.G. Ballard, donde vivimos la frustración de planes que quedan en la nada o en media página de garabatos, por citar a otro lúcido analista de nuestro tiempo, en este caso Roger Waters, de Pink Floyd. La sensación colectiva es que se nos prometió una vida distinta, más plena, más fructífera, más excitante, pero que en algún desvío del camino, algo empezó a salir mal, muy mal.
Porco Rex no es un disco fácil de escuchar, porque es imposible no involucrarte, no sentirte otro actor de reparto en ese film imaginario que resulta, en el fondo, demasiado real. Y no es fácil hallar respiro en medio de esta música extrema, a veces claustrofóbica, hecha de capas de sonido abigarrado, con guitarras que disparan riffs quemantes antes de fundirse en el aglomerado de la mezcla.
Activadas por los distintos tonos que adquiere la voz del Indio, las cartas del tarot de la corte porcina caen una por una. Cae el loser que “pedía siempre temas en la radio”; otra de esas polillas suburbanas que buscan el calor de la llama y terminan quemándose sin pena y sin gloria. Cae el reflejo inútil de recrear un amor que ya fue, convertido en rama desfoliada, entre bronces y bandoneones. Podríamos seguir en una lenta, letárgica letanía hasta deshojar todo el mazo de Porco Rex. Detenernos en espectros recurrentes de la fantasmagoría solariana, como el cheronca embustero, traidor de sus orígenes –otra de las infinitas variantes de la viveza criolla de Majul– que habita en Te estás quedando sin balas de plata… O compadecernos por un momento del iluso que vive un sueño sin fin encerrado en su tatuaje. O presenciar el desfile de dioses que no nos quieren, soles que se mueren o vuelos hacia el olvido. Entre tantos símbolos de desplazamiento y alienación, el amor surge aquí y allá como un destello redentor, pero la fuerza gravitacional del memento mori parece demasiado intensa como para que ese sentimiento la pueda sublimar hasta convertirse en un talismán balsámico.
En definitiva, si este segundo álbum en solitario del Indio llega a quemarnos en el equipo de música, si tenemos que quitarnos los auriculares por un momento y mirar al vacío con un desasosiego que no terminamos de explicarnos, es porque Solari ha logrado su cometido: su teatro de operaciones es la noche oscura del alma, mientras afuera de nuestras cortezas cerebrales se desarrolla un sainete de porqueriza real, donde bailamos por un sueño entre carritos cartoneros.
*Periodista y conductor de La casa del rock naciente.