Detective Polhaus: –Mmm…(recoge el halcón) ¡Pesado! ¿De qué es?
Sam Spade: –Del material del que están hechos los sueños.
Humphrey Bogart y Ward Bond en la escena final de ‘El halcón maltés’ (1941), dirigida por John Huston sobre libro de Dashiell Hammett.
Recordar a Franka Potente yendo a mil en Corre Lola, corre es mucho más satisfactorio que haber visto a estos pobres muchachos picar como gallinas sin cabeza en la estancia del Bajo Flores. Es enorme esa cancha. Invita al exceso físico y a la siesta. En fin. Vélez, ciclotímico, volvió a desdibujarse en un partido chivo. Sufrió sin sus volantes titulares, luchó demasiado y poco pudieron hacer Maxi, Martínez o Silva. El empate era negocio. En San Lorenzo el mejor fue Bottinelli, así que... está todo dicho. El segundo tiempo, fue movidito, obvio y vulgar como tema de Montaner. Ay. No dio ni para quejarse.
Lo mejor de este partido entre San Lorenzo y Vélez fue la tensión previa, esa expectativa desmesurada que provocan los choques con historia. La rivalidad, que para los puristas no alcanza la estatura de un clásico, nació en los años 80, cuando San Lorenzo, sin estadio y en la B, alquilaba la cancha de Vélez. Parece que a los niños de Liniers, encandilados con las eufóricas masas sanlorencistas, empezaron a usar su camiseta y… ardió Troya. Desde entonces, y alentados por la estrepitosa caída de sus rivales de barrio –Huracán, Ferro, Nueva Chicago–, los dos se esmeraron en la furiosa descalificación del nuevo enemigo. Se detestan.
No los une el amor sino el espanto. Entonces, ¿qué los diferencia? Casi todo.
San Lorenzo, como Racing, arrastra una historia reciente de pequeños desastres y decadencia. Perdió sus raíces cuando el viejo Gasómetro mutó en supermercado y fue condenado al exilio. Desde entonces, sus momentos de felicidad duran un suspiro. Vélez, por el contrario, en lugar del caos heredó el legado de su prócer, don Pepe Amalfitani, ejemplo de honestidad y trabajo. Sus herederos continuaron esa línea y edificaron una institución modelo. Un club que, con todo respeto a la amada patria, no parece argentino. Y tanto no lo parece que, lejos de provocar identificación en los neutrales –como sí sucedió con el Argentinos de Borghi o el Huracán de Cappa–, despierta cierta resistencia. Es injusto y probablemente no hable bien de los no velezanos, pero incomoda su evolución, sus títulos, su posicionamiento entre los grandes. No caen simpáticos.
Alguna vez, Clara Mariño y Raúl Gámez –dos amigos velezanos–, me han reprochado el haberlos llamado “club pequeñoburgués”. ¡Lo dije con onda, muchachos! Sin intenciones peyorativas y sólo porque los veo como un término medio entre la aristocracia millonaria y el proletariado boquense. OK, quizá no logren seducirme, ¡pero juro que los admiro!
Al que sí amé fue al Falcon, auto noble, confiable, nada ostentoso, símbolo del progreso social en los años 60. De niño soñaba con tener uno, mientras veía a la Familia Falcón por Canal 13, con el guión nada peronista de Hugo Moser y –paradojas argentinas– dos ex de los hermanos Duarte como protagonistas: Pedro Quartucci (de Eva) y Elina Colomer (de Juancito). Más tarde, el sueño se hizo pesadilla en una mañana de invierno de 1976 cuando, vestido con mi uniforme de soldado, subí al Futura verde agua del Comando para ir a comprar facturas y me resbalé en un mar de bolitas verdes. Eran granadas. ¡Eh, a ver si tienen más cuidado, mi sargento! Aquél Falcon, como tantos, volvía de hacer su tenebroso trabajo de madrugada y ya era otro símbolo. Un símbolo del terror.
Acido, involuntariamente lúcido, Ramón Díaz comparó a este modesto equipo suyo con un Falcon. Podría haber dicho “gasolero” pero no, dijo Falcon. Quizá para diferenciarse de las Ferrari que lo hicieron campeón, o de esas camionetas importadas que apostaba con Macri antes de cada superclásico, cuando reinaba su amigo y coterráneo Carlos Menem. Estos son, por suerte, otros tiempos. También para él.
¿Quién tiene más futuro? ¿El tuneador del Falcon o los pequeñoburgueses? Mmm… Al menos tengo un par de certezas. 1) Vélez es muy superior. 2) Gane o pierda, San Lorenzo siempre resultará más interesante.
No es justo ni es lógico, lo admito. Sucede que nos (me) encandila el caos, la irresistible tentación de lo inexplicable, el mañana vemos. Argentinidad pura y dura. Esa bendita maldición que nos hace tan diferentes, siempre a medio camino entre la gloria y Devoto.
El discretísimo encanto de haber nacido aquí, compatriotas, en la deliciosa tierra de la crisis perpetua.