Recibo el último libro de Daniel Guebel, El hijo judío, y descubro que en la solapa posterior hay una frase mía y otra de Carlos Pardo, un muy buen escritor español. Dice Pardo de Guebel que “su prosa subversiva viene de Gogol y de Nabokov, incluso parecería un improbable Pynchon argentino”. No logro pegar a Guebel con Gogol ni con Nabokov y menos con Pynchon, pero mi cita es todavía peor y encima bastante ripiosa: “Tal vez sea un genio que merece ser entendido como él quiere y que se arruinaría si se desprendiera de sus manías”. No sé qué quise decir y no podría aplicar la frase a esta novela.
Debe haber pocos libros tan perfectos en la literatura argentina. No estoy seguro de que este sea exactamente un elogio en los términos de Guebel: “No puedo interesarme en las obras de arte (libros, música, pintura, escultura) que apuestan todo a lo perfecto, a lo completo, a lo cerrado”. De hecho, el autor parece haber introducido pequeñas (in)correcciones para evitar la solemnidad de un todo completamente armonioso: un discurso impropio en boca de algún personaje que rompe la ilusión realista o las digresiones que se ocupan de Fogwill o del pilpul, abandonado método para el estudio del Talmud. Pero, así y todo, no logró evitar que la novela tenga una coherencia arrolladora.
En su obra previa (por ejemplo en Derrumbe o en Las mujeres que amé), Guebel había incursionado en la autobiografía pero la ficción predominaba y hasta se internaba en lo fantástico. Aquí, sin embargo, más allá de algún detalle, no hay duda de la autenticidad del material de base, que es su infancia y su terrible relación de amor y de terror con el padre, postrado al final de su vida y a quien el narrador cuida. Guebel ha escrito su propia Carta al padre, en digna competencia con la de Kafka. Pero tal vez el mayor hallazgo de El hijo judío sea el combinar la opresión del entorno familiar con la vocación literaria, entendida como “una zona de libertad simulada, de modo que los condenados imaginen que aun dentro del infierno hay un sector que no es infierno”.
Novela confesional y filosófica, El hijo judío expone una educación que prepara exclusivamente para la infelicidad, porque se apoya en la paradoja de que “la familia no existe, salvo en el esfuerzo ilusorio por construirla y mantenerla unida. A la vez, lo único que existe es la familia”, cuyo resultado fue desarrollar en el narrador la convicción de que se convirtió “en el mejor alumno de una lección errónea: amor es lo que falta”.
Pero así como Kafka vivió la relación con su padre en un país hostil hacia el final de un siglo, a Guebel le pasó algo parecido en otro siglo, en un país a cuya lengua se aferró como salvación aunque haya despertado a la literatura en traducciones. El libro relata un momento decisivo, aquel en que el padre le lee al hijo la historia del escribiente florentino, parte de Corazón, de Edmundo De Amicis, uno de los relatos más lacrimógenos que se hayan escrito. Comparto con él esa experiencia y no dejo de pensar que la cultura en la que los padres les leían Corazón a sus hijos para educarlos en el sufrimiento forma parte de un misterio que nos hizo irremediablemente extranjeros y convirtió a Guebel en ese escritor marcado por la necesidad simultánea de arraigarse y huir.