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VERON, O EL CASO DEL HOMBRE QUE ES MaS QUE SU PROPIA VIRTUD

El Líder

Todavía recuerdo a la dirigente Norma Kennedy en los años setenta, con los ojos en blanco y mirando hacia lo alto antes de pronunciar teatralmente “mi Líder”, cada vez que se refería a Perón. En aquellos tiempos, obvio, no era necesario hacer caja para comprar fidelidades.

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“Aquello que cada uno
de nosotros es, en
cada momento de
su vida, es la suma
de sus elecciones
previas. El hombre es
lo que decide ser.”
Jean Paul Sartre (1905-1980)

Todavía recuerdo a la dirigente Norma Kennedy en los años setenta, con los ojos en blanco y mirando hacia lo alto antes de pronunciar teatralmente “mi Líder”, cada vez que se refería a Perón. En aquellos tiempos, obvio, no era necesario hacer caja para comprar fidelidades. El caudillismo, nuestra eterna debilidad, es un fenómeno tan antiguo como el país y surgió como consecuencia de un mal que resultaría endémico para el continente todo: la falta de un sistema político sólido, perdurable. Esos liderazgos no son tan sencillos de explicar racionalmente. Dependen mucho de la mística (mystikós: del griego, “cerrado, arcano, misterioso”) y se potencian gracias a una mutua seducción y convenientes dosis de ingenuidad. Si funciona la identificación, entonces el fenómeno se disparará, incontenible. La entrega será absoluta, incondicional.
Por alguna razón, el ambiente futbolero insiste en diferenciar entre “líderes positivos” y “líderes negativos”. Nunca entendí eso. Un líder es el emergente de un grupo: lo representa, casi lo define. No se trata de un invasor, un usurpador o un recién llegado. Es, en todo caso, una síntesis, el elegido, la punta del iceberg. Para definir méritos o fallas, mejor sería eludir la tentación del chivo expiatorio y profundizar en lo que subyace: el espíritu grupal, su verdadero rostro.
Un líder no necesita ser un gran hombre en términos de virtud. Ni siquiera requiere del talento, y mucho menos de la genialidad. El “Generalísimo” Francisco Franco fue un hombre pequeño, dicho esto en el mayor de los sentidos. Sin embargo, tuvo en un puño a España durante 40 años. El mérito, en estos casos, suele ser la audacia, una ciega determinación; la Voluntad de Poder. En La dialéctica del amo y el esclavo, Hegel define la historia como conflicto, una lucha entre conciencias deseantes que tratan de imponer su propio deseo sobre el deseo del otro. Un animal desea cosas y las consume. El hombre no; lo que quiere es someter al otro, apropiarse de su deseo. En esa batalla por el reconocimiento vencerá el que menos le tema a la muerte, el que no renuncie para sobrevivir. Ese es el límite. El deseo del amo –del líder– siempre será superior a sus miedos.
No es tan fácil distinguir entre un líder –Passarella, por ejemplo– y un entusiasta con carácter, como Ruggeri. En el Estudiantes de Zubeldía, Bilardo y Pachamé eran partisanos levantados en armas para sostener a su vanguardia: el exótico Poletti, el aristocrático Madero, el letal Verón. Papá Verón era pura virtud, no un líder. Su hijo es otra cosa. De él hablaré ahora. Juan Sebastián Verón; en mi opinión, la aparición más imponente de los últimos años en términos de liderazgo.
Cuando debutó en Primera, lo imaginé rápidamente aniquilado por la sombra implacable de la gloria paterna. Me equivoqué feo. Desgarbado, con la cabeza afeitada y esas piernas largas, trotaba con extraña seducción sin que uno entendiera bien de qué diablos jugaba. Le pegaba, eso sí, como los dioses. Su padre era gris fuera de la cancha, él no. Brilló desde el primer día, por adhesión o por odio.
En Europa fue multicampeón, ganó millones, se peleó con colegas y periodistas. Nunca intentó caer simpático. Lo acusaron de todo: adicto, narcisista, indulgente, individualista, traidor, mal amigo. A los 31 y en plenitud, dejó Milán y volvió a La Plata. No le pudo salir mejor: fue campeón y ahora juega la Libertadores, la copa que su padre ganó tres veces. Su llegada provocó una pequeña revolución. Con Verón y 10 más –o con Verón y 11 si él sigue el partido desde afuera– Estudiantes se la juega, a morir. Es su estilo.
He sostenido –ante el asombro, sorpresa o burla de los que sostienen que ser de Racing me descalifica– que en una “pisadita” de potrero, entre Riquelme y Verón, elijo a Verón. Es así. Recién lo comprendí en Europa, cuando me liberé de ese solipsismo tan porteño de creer que existe sólo lo que nosotros vemos. Verón juega de sí mismo y vale más que la suma de sus virtudes. Por momentos produce un efecto inhibitorio en sus rivales. Sus equipos aprovechan esa ventaja.
Podría detenerme en la claridad de su juego, en su inteligencia para manejar los tiempos o en su pegada. Me quedo con lo intangible, aquello que irradia. La energía: ese circuito líder-equipo-tribuna que se realimenta en cada partido. Aquello que siente y que tanto agradece la multitud cuando uno de los suyos –quien mejor lleva su bandera– entrega todo por ellos: el sentirse parte.
No exagero. Harto estoy de la decadencia de la época, de las retenciones de casi todo, de líderes sostenidos con dinero. Me quedo con Verón, si me permiten. Ese chico no es líder por ser ganador. Hay más que eso. Sucede que con él –no “gracias a él”–, su gente sintió restaurada cierta identidad perdida, o robada por los tiempos. Agresivo, polémico, pasional, tan libre como para recuperar su verdadero lugar en el mundo, contagió a toda una comunidad con su voraz apetito por hacer la historia.
Esos tipos son los imprescindibles, digo yo, como alguna vez dijo el amigo Brecht. A uno así lo quiero siempre en mi equipo, señores. Al soberbio ése, sí; al insensato capaz de convencer a los suyos de que aquellos viejos sueños son todavía posibles, aquí y ahora.