Buena parte de mis tardes la paso tirada en un sillón, mirando por la ventana las copas de los álamos, el cielo a veces azul, a veces con nubes gordas empujadas por el viento, a veces lluvioso. Ayer llovió todo el día. Una lluvia mansa, pareja y continua desde el mediodía hasta la madrugada. Ayer no pasé solo una buena parte de la tarde en el sofá sino casi todo el día. Ayer fue un día tristísimo, afuera y adentro. Hoy el sol brilla. Afuera, al menos, brilla.
Con unas amigas leímos una novela de Annie Ernaux, El lugar, y nos juntamos a comentarla por videollamada. A todas nos gustó el libro. Yo oscilé toda la lectura entre el encanto y el fastidio, la incomodidad permanente de eso que los lectores llaman “sentirse identificado”. Cuántas veces, en mi adolescencia sobre todo, sentí vergüenza de mi casa sin terminar, de mi ropa comprada en la tienda de usados de una amiga de mi madre –entonces no era cool vestirse con ropa usada, era de pobres nomás–, de mi abuela con la patilla de los lentes remendada con cinta adhesiva. Y luego cuántas veces más me sentí avergonzada de mí misma, de mi origen, con compañeros de facultad o con compañeros de talleres, hijos de la progresía argentina. Ay, la clase. Las clases. Hasta el día de hoy pienso que todo solamente se trata de las clases sociales. Pienso en todos los años y en todo el trabajo que me llevó aprender a hablar bien y a escribir bien para después poder “hacerlo mal”, una búsqueda estética, justicia poética me gusta decirle.
Una de las chicas, la más joven del grupo, está embarazada de mellizas. Le faltan pocas semanas pero no hace mucho decidieron cómo van a llamar a las nenas: Amanda y Diana. Cuando lo anunció me angustié pensando cómo iban a saber a cuál llamarían Amanda y a cuál Diana. Ella dijo que ya sabe quién es quién por la ubicación que tienen en su panza. Hoy, mientras hablábamos de Ernaux, de repente la vimos doblarse agarrándose la barriga, hubo un gesto instantáneo de dolor en su cara. Cuando recuperó el aliento nos contó que una de las bebas le había dado una patada muy fuerte. Fue Diana, dijo. Y pienso que entonces está bien elegido el nombre: Diana, aguerrida y cazadora. Sigo pensando en que Diana es un nombre tan de una generación antes que la mía. Me acuerdo de Diana, la Diana, la hija de una vecina de mis padres. La novia del Miguel: en la foto de su casamiento yo estoy agachada en el piso llorando, toda desgreñada, luego mi padre, la novia, el novio, mi madre y mi hermano. Al fotógrafo se le ocurrió esa composición: la nena con el papá al lado de la novia; el nene con la mamá al lado del novio. Y yo no estuve de acuerdo. Pero antes de esa foto, la Diana todavía soltera, una adolescente alta, de pelo negro, levantándose la pollera y mostrándole la tanga a un vecino pajero que la espiaba atrás de la ligustrina. La Diana y yo matándonos de risa por la travesura. Yo pensando que de grande quería ser como ella.
Quería ser como todas ellas, como todas mis vecinas adolescentes, como mis tías, que también eran muy jovencitas: reírme fuerte, pintarme, ir a los bailes, andar con hombres, usar tacos altos. Las veía tan dichosas, tan cabezas huecas. Yo quería ser así pero cuando me tocó estaba tan preocupada por salir de allí, de mi pueblo, de no pronunciar mal algunas palabras, de no decir nunca “haiga” ni “gómito”, que no hice a tiempo. Una amargura parecida sentí en la novela de Ernaux.