Dos pares de novelas (dos autores, dos editores, dos décadas, dos países) hablan de un tema relativamente ausente de la literatura argentina (Cultura, del recientemente fallecido Gabriel Báñez, sería una excepción importante). Lengua de Trapo acaba de publicar Novela once, obra dieciocho (1992), del noruego Dag Solstad (Sandefjord, 1941), otro integrante de la escudería escandinava de la editorial cuyo catálogo incluye también Pudor y dignidad (1994). Son dos libros entretenidos, bien escritos (al menos, la traducción está bien escrita) y un poco fríos (qué se puede esperar de un noruego, diría un guaso). Hay un tercer libro que ocupa un lugar importante en ambos relatos: El pato salvaje, una obra de Ibsen publicada en 1884. En Pudor y dignidad un profesor de secundario enseña esa obra de Ibsen, que le sigue sugiriendo nuevas interpretaciones. Pero sus estudiantes lo escuchan no sólo con indiferencia, sino con la sorda cólera de quien se siente sometido a la obligación inútil de un programa escolar que ya no tiene razón de ser. En la otra novela, que transcurre en una ciudad de provincia, una compañía de teatro aficionado se aparta de su tradicional repertorio de comedias y operetas, y se lanza a representar El pato salvaje: el resultado es un absoluto fracaso, ya que los actores no dan la talla de los complejos personajes de la obra.
Lo que Solstad señala mediante esta doble incompatibilidad de Ibsen con la sociedad de masas contemporánea es la distancia cada vez mayor entre lo que podría llamarse alta cultura (aunque sea la cultura del siglo XIX) y la sensibilidad de la clase media mayoritaria. El Estado de Bienestar noruego logró que sus habitantes coman, se curen y se eduquen, pero no que entiendan a Ibsen. Escritas durante la década del noventa, las dos novelas hablan del clima de soledad e indiferencia en el que viven los ciudadanos de una sociedad rica y la posible relación entre esa alienación y la pérdida de ciertas pistas culturales, reservadas a una élite que vive de ellas, pero que es incapaz de comunicar o expandir. El diagnóstico es irrefutable: la cultura (disfrutar de Ibsen, representarlo) es un asunto de profesionales, del que los ciudadanos comunes están definitivamente excluidos, aunque allí no tengan la excusa de que trabajan muchas horas o tienen preocupaciones más urgentes. Noruega y su opulencia resultan el laboratorio perfecto para ver claramente ciertos problemas sobre los que no se suele hablar.
Caballo de Troya, a su vez, publica en su amplio catálogo de nuevos autores dos obras de un escritor español, Fernando San Basilio (Madrid, 1970): Curso de librería (2006) y Mi gran novela sobre La Vaguada (2010). La primera es una de las novelas españolas más sutiles y logradas de los últimos años, pero ambas hablan de un submundo particular y de una clase social que en la Argentina es desconocida por demasiado próspera y en Noruega por demasiado miserable: la de los parados, subocupados y perdedores en general que merodean el ambiente cultural y expresan su mediocridad constitutiva, una clase formada por pasantes de librerías, periodistas de medios ínfimos, relacionistas públicos, profesores de materias que no existen y estudiantes que no creen en ellas. Como en los libros de Solstad, en los de San Basilio se deja ver el fracaso de una sociedad justamente allí donde se supone que tuvo éxito: en los programas de contención social, de educación para todos, de reciclaje de los desempleados, de oportunidad para los jóvenes. Parásitos de la cultura profesional, esos mundos oscuros de San Basilio expresan hasta qué punto ese espejo en el que se miran es igualmente engañoso, tan poco consistente como el lumpenaje que lo rodea. El mundo cultural, parecen decir Solstad y San Basilio, es tan malo como las pesadillas que engendra.