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El milagro del giro dramático

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Lo que acontece, o va aconteciendo, anticipa lo que vendrá. Así lo creen muchas religiones, autores y filosofías. Si arrojamos una manzana con fuerza hacia adelante es difícil que, al cabo de un tiempo, no vaya a caer en algún punto cercano a la dirección hacia donde la arrojamos.

Los efectos de ciertas causas nos dejan pensando en la literatura como algo apenas esquivo, algo apenas ilusorio que acompaña a los sujetos en la asimilación de lo real; complejidad que nunca logran superar demasiado, o que jamás superan.

La realidad manda, va al frente, se anticipa. La ficción apenas imagina, pertenece al reino que recrea de otro modo lo que no le es propio. La ficción corre de atrás, reconstruye con delay. Eso puedo discutírselo a cualquier persona inteligente a lo largo de toda una noche si hay buen vino y ganas de conversar.

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Una pareja pierde a tres personas queridas en dos años: una madre, un padre y un embarazo. Todo sucede en los duros tiempos del confinamiento, en los primeros años del amor. ¿No está escrita de antemano la siguiente escena de esta historia? ¿No es obvio que buscarán restituir ese vacío, comenzar una vida nueva, buscar otro hijo? 

Sí, es obvio. Pero no solo de obviedades vive el hombre.

Lo crucial de la literatura es su intento por retratar aquellos sucesos que produzcan identificación en los lectores mientras, a la vez, busca sorprender. De ahí el giro dramático, el punto de quiebre en el devenir que saca a la historia del lugar obvio o de esa interpretación cantada a la que el lector llega (o adivina) en la primera de cambio. La literatura se vale del equívoco, del desencuentro, del malentendido, del error para terminar en un lugar no esperable, en un lugar distinto.

Tal vez a la realidad le pase lo mismo que a la literatura algunas veces. Quiero decir: tal vez a la vida le sea difícil escapar a la obviedad y darle un giro drástico a los sucesos que parecen adelantar una secuencia esperada, esa que conduce –como los toboganes gigantes de la costa– al chapuzón que termina en el agua; o como el laberinto de ligustrina que –luego de una serie de vueltas insólitas y repetitivas bajo el rayo del sol– nos deja en la salida que tomaron todos.

Lo que sucede y parece escrito en piedra, o un destino predeterminado, también puede caer en otra parte, bien lejos o fuera de la vista de quien arrojó la manzana. Porque todo lo que cae, siempre, puede caer en otra parte. Puede llevar la dirección que le daba el rumbo o la fuerza con la que ha sido lanzada; pero a la vez puede romper un vidrio, ser interceptada por un avión, desintegrarse en el aire, transformarse en estrella o reconvertirse en literatura fantástica, distópica, futurista o tantas otras variantes de la aventura.

Lo mejor que puede pasarle a una vida es ser pensada como una ficción. Es llenarse de giros dramáticos, cambios rotundos que subviertan lo predeterminado y que permitan esquivar lo que se espera como respuesta obvia o como destino “correcto”.