COLUMNISTAS
Resistencia urbana

El misterio de los autos en llamas

Es como me lo han contado: todos los bancos del barrio tienen los vidrios rotos a pedradas y no es la calle Florida en 2002. Es Friedrichshain, en Berlín del Este. ¿Corralito? No. Algo más complejo.

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Es como me lo han contado: todos los bancos del barrio tienen los vidrios rotos a pedradas y no es la calle Florida en 2002. Es Friedrichshain, en Berlín del Este. ¿Corralito? No. Algo más complejo.

Alemania posee una larga historia de divisiones. Pero es en Berlín donde estas divisiones tienen, sobre todo, estética. Resulta que este barrio del Ostkiez, en el que en algún momento la propiedad fuera administrada por el Estado que ellos, a falta de palabra mejor, habían decidido llamar “socialista”, el alquiler era barato, y el inquilino, una especie protegida. Tras la caída del Muro, la cosa empieza a cambiar. Los barrios proletarios comienzan a integrarse al vértigo de la flamante capital alemana. Muy pronto, esta ciudad se parecerá toda a sí misma. El barrio, como pasó hace unos años con Prenzlauer Berg, se puso de moda. A los tradicionales habitantes del Este, los Ur-Ossis (pueblos Ossis originarios), se sumaron hace veinte años los llamados “autónomos” y los más-o-menos-okupas. Pero ahora desembarca la última ola de migrantes internos: los académicos y otra gente con alguna platita, que elige el barrio para reproducirse y atestar de clase media los jardines de infantes, que aparentemente permanecen vacíos –en cambio– en el abandonado Oeste.

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Los “autónomos” atribuyen a la nueva gente con plata occidental el motivo del alza desaforada de sus alquileres. Dos tercios de los viejos vecinos ya han tenido que irse. Durante 2009, alrededor de 300 autos entraron en misteriosa combustión espontánea en Berlín; en su mayoría los atentados ocurrieron en Friedrischshain. Los autos son cuidadosamente seleccionados: sólo parecen quemarse los modelos caros. También son objeto de atentados con bombas de olor, pintadas de brea y petardos los barcitos con onda que se derraman sobre las veredas, y un edificio en construcción que promete autoabastecerse con energía solar. Todos proyectos altamente capitalistas que atentan contra el paisaje local de viejas ferreterías, que venden canillas para roscas que ya no existen o que existen sólo en las casas de la ex RDA que no han sido aclimatadas para los años que vendrán. Los bancos apedreados son los que ofrecen, tras sus astillados cristales, los créditos que permiten a los nuevos dueños renovar sus moradas: toda renovación implica aumento del alquiler, desalojo de sus antiguos habitantes: viejos, desempleados y pobres.

El barrio resiste con ígnea violencia este presunto progreso. Pero si uno le pregunta a un Ur-Ossi qué piensa de esta defensa territorial perpetrada anónimamente en su nombre, en general manifestará que el conflicto no tiene nada que ver con ellos. Es rarísimo. ¿A quién le van a vender esas canillas, esos utensilios asombrosos que tan primorosamente se reproducen en las postales turísticas de la Berlín kitsch y remota? Así las cosas, los activistas se ven a sí mismos como salvadores y no como perpetradores.

Qué se le va a hacer. La nostalgia del Este perdido es muy comprensible. El Estado al que pertenecían ya no existe más, y el barrio, que sí sigue existiendo, se rige ahora por las reglas de la oferta y la demanda. Las reglas del progreso. Las reglas de los otros, de los que progresaron. El progreso simplemente espera que los viejos se mueran, que los desempleados se empleen, y que los pobres se enriquezcan. O se vayan.