Hará un mes que ando merodeando acerca de los secretos oscuros que nos proponen ciertas escrituras a las que en principio nuestra voluntad consciente se opone como un útil, pero no duradero escudo ante la fascinación: el horror o la resistencia estimulan el orgullo de negarse, nos permiten argüir motivos ante el exigente tribunal de nosotros mismos, que no sabemos bien por qué constituimos ni con qué piezas de nuestro psiquismo integramos, hasta que llega el momento de pagar el precio y rendirnos. El costo que pagamos por la demora en la entrega es la misma tardanza. ¡Quién sabe qué hubiéramos hecho de haber admitido desde el inicio que rechazábamos lo que deseábamos sin saber bien por qué! Pero tampoco sabremos nunca si hubo pérdida alguna o si el tiempo transcurrido mientras andábamos entre el interés, el rechazo inicial, el olvido y el redescubrimiento, no es sino el tiempo de la maduración del sentido de la tentación. De esta madera se hacen los santos.
Me pasó con Lovecraft lo que con otros escritores: en un momento inicial de lectura me molestó, fastidió o repudié su obra porque lo que necesitaba de ésta me esperaba en el futuro. Se lee por placer, por frenética adicción, porque no se puede vivir sin el uso y abuso de la letra, pero uno se apropia o rechaza aquello que necesita más íntimamente. Cuanto más interesante es un escritor, más veces podemos encontrar, en la trama extensa de sus libros, las palpitaciones, esplendores y horrores de las obras ajenas, que flotan allí, en transparencia y amalgama y confusión. Líquidos fluidos en el vientre del monstruo que leemos.