No sé si lo habré contado alguna vez. En el mejor de los casos ya me lo recordará algún lector atento: entre un libro y otro libro, en esos momentos entre relajados y ansiosos en que uno no sabe qué escribir y ni siquiera si seguirá escribiendo, para evitar el horror vacui y tener la mano más o menos caliente, reescribo sin mayor orden las biografías de pintores, mayormente occidentales y europeos, que publicó hace una punta de años una editorial italiana y que en nuestro continente reprodujo, de manera incompleta, la Editorial Codex. Esos ejemplares llegaban a casa cuando yo era chico, junto con el Anteojito y Billiken, la revista Siete Días (éramos familia intelectual, no íbamos a enchastrarnos el alma con grasadas como la revista Gente) y la Burda.
Desde luego, las revistas de niños eran para mi hermana y para mí. La Burda era para mi madre, tan aficionada al tejido que año tras año nos honraba con unos pulóveres que quedaban con las mangas largas y los cuellos volcados o apretados. Mi viejo, que tenía ensoñaciones de artista plástico y que cerca del fin de sus días logró exponer en una muestra colectiva de un grupo de alumnos de un discípulo de Torres García, era el lector adecuado para la Pinacoteca de los Genios. Con noble esfuerzo intentaba persuadirme de los para mí imperceptibles méritos de tal o cual juego de contraste entre luz y sombra, detalles de pincelada, aspectos de la materia y embelecos de estilo, mientras que yo solo veía lo único que me interesaba: múltiples crucifixiones, lanzazos, escenas familiares, santos flotando en los aires, guerreros luchando, decapitaciones y, sobre todo, escenas de seducción o de posesión en diversas florestas de floridas señoras y señoritas entradas en carnes, de rosáceas pieles cuyas desnudeces se vislumbraban a través de pudorosos velos.
No sé cómo, contando con esa zona de intereses primarios, me resistí a la tentación de convertirme en un criminal o en un erotómano, aunque lo cierto es que, a veces, en los sueños, me arrimo a paisajes de esas vidas posibles y al despertar, durante algunos segundos, tiendo a creer que he sido yo quien violó, asesinó o fue crucificado en una de mis vidas paralelas a las que sólo puedo asomarme por instantes, un parpadeo y olvido. Pues bien. En algún momento, entonces, años más tarde, cuando mi padre ya no pintaba ni esculpía ni le interesaba nada excepto ir cediendo lentamente a la oscuridad, esa colección de fascículos terminó en mi casa y entonces, como ya dije, lentamente empecé a entregarme a cierta luz que provenía de ellos, y que no provenía de la pintura en sí, de la que no entendía nada entonces y sigo sin entender nada ahora, sino del efecto de las lecturas críticas y biográficas que cada fascículo contenía.
Hoy, un poco aburrido de leer los diarios (máquinas de conspiraciones en su mayoría, alimentadas por el sudor de los esbirros a sueldo que obedecen o acuerdan con la perspectiva de sus amos): harto de que la basura del mundo algorítmico me proponga investigar si en el caso del octogenario sentimental Vergas Rosa fue la pichula o la mosqueta lo que le falló con la Chabela; harto de que quiera informarme si Guanda vuelve o no con Mauri o si Rodri quiere o no a Tini, volví a mi Pinacoteca, abrí una página al azar y me encontré con lo que había escrito sobre el fascículo 116, dedicado a un tal Graham Sutherland. Copio y pego:
“Cada uno de sus cuadros parece hecho por un pintor distinto, y eso es lo mejor que puede decirse de él: que encontró su apoteosis en la falta de estilo. De haberle sido dada la eternidad habría entregado la historia completa de la pintura. Lo notable es que de las láminas que presenta la Pinacoteca, no hay una sola que nos guste. Si fuésemos vanidosos, diríamos que es el rechazo lo que le confiere identidad y termina convirtiéndolo en un pintor parecido a sí mismo. En la memoria, lo que pervive de sus trabajos es algo parecido a un retorcimiento de vegetales sinuosos como babas. Asquerosidades que Sutherland confundió con imágenes pródigas de vida”.
Y ese párrafo, escrito por mí, me recordó a mi último descubrimiento literario, Lovecraft. De quien volveré a escribir en la próxima columna.