Se acaba de publicar En la carretera, de Jack Kerouac, que no debe confundirse con En el camino, de Jack Kerouac. En inglés, el segundo (en realidad, el primero) se llama On the Road y el otro On the Road: The Original Scroll. Es que Kerouac escribió el manuscrito en tres semanas de 1951, sin puntos ni separación de párrafos, en un rollo de papel del que usan (o usaban) los arquitectos. Pero luego, en parte por la dificultad de encontrar un editor, fue corrigiendo el texto hasta convertirlo en el que se publicó por primera vez en 1957, vendió millones de copias y se transformó en un ícono de la rebeldía juvenil. La nueva edición restaura los nombres reales de los personajes, aunque a esta altura todo el mundo sabe que Sal Paradise es el propio Kerouac, que Carlo Marx es Allen Ginsberg y que Bull Lee es William Burroughs. También reaparecen ciertas escenas de sexo homosexual, aunque la homosexualidad tiñe de punta a punta la novela. En realidad, habría que hablar más bien de homofilia, de un mundo en el que las mujeres ocupan un papel muy secundario y los hombres provocan pasajes como éste: “Tuve de pronto la visión de Dean, como un ángel ardiente y tembloroso y terrible que palpitaba hacia mí a través de la carretera, acercándose como una nube, a una enorme velocidad, persiguiéndome por la pradera como el Mensajero de la Muerte y echándose sobre mí”.
Dean, el centro de gravedad de la novela, el hombre al que el narrador ama con pasión sublimada y sigue con obediencia perruna, es Dean Moriarty, un personaje exaltado e hiperquinético que en la vida real se llamó Neal Cassady y sobrevivió lo suficiente a sus excesos como para llegar hasta los cuarenta años y reaparecer en obras de Bukowski, Tom Wolfe y Hunter Thompson, en Howl, el famoso poema de su amante Ginsberg, y hasta en su propia autobiografía póstuma. El personaje contribuyó sin duda al prestigio que adquirieron en los cincuenta figuras de una vida intensa y un fallecimiento prematuro como James Dean y Charlie Parker (ambos muertos en 1955). Parker y el bebop son una gran inspiración para Kerouac, y la presencia del jazz moderno en la noche americana es el marco sonoro en el que transcurre la novela.
Es toda una experiencia releer hoy En el camino en la vieja versión expurgada, la que tuvo tanta resonancia en los sesenta, cuando los hippies sustituyeron a la casi secreta vanguardia de los beatniks como emblema de una vida libre, alocada y optimista. El individualismo de On the Road no sólo apuesta por el consumo irrestricto de sustancias y por los autos veloces sino por las reivindicaciones sociales, raciales, sexuales y hasta ecológicas que se harían explícitas en la década siguiente.
Si una frase resume la novela, es ésta: “No había adónde ir excepto a todas partes”. Como en una canción de Chuck Berry, Kerouac disfruta al mencionar cada pueblo del mapa de los Estados Unidos, cada movimiento hacia cualquiera de los puntos cardinales con un fervor extremo y hasta un poco falsificado. Truman Capote decía que Kerouac no practicaba el arte de escribir sino el de tipear. Es posible, aunque sea difícil determinarlo a partir de una traducción hispánica que no acierta con el lugar de las comas y en la que uno empieza por preguntarse qué diablos será “un joven taleguero”. Kerouac era hijo de canadienses francófonos y se afirma que comenzó a escribir On the road en el dialecto anglofrancés de la clase obrera de Quebec emigrada a los Estados Unidos. Tal vez su inglés siga la melodía de una lengua extranjera que ha perdido incluso los oídos capaces de apreciarla. De todos modos, En el camino resulta un libro raro, de una especie que en Latinoamérica ha dejado alguna descendencia como Andrés Caicedo, y en la Argentina ninguna: es imposible imaginar una novela con esas ráfagas de alegría en un país donde los jóvenes escritores sufren tanto.