Hace un par de años empezamos a planear un homenaje a Sylvia Molloy. Habíamos comprometido una lista de invitados de todo el mundo y de todas las especialidades, que se habrían dado cita en Buenos Aires en octubre de 2020. Nada de eso pudo suceder por razones sanitarias, confinamientos, prohibiciones de viajes.
Pero el entusiasmo de los convocados, sin embargo, no cesó: desde hace dos años giramos como derviches desbocados o como satélites averiados alrededor de Sylvia, nuestra estrella en un mundo desastrado. Meses atrás decidimos hacer pública esta celebración colectiva mediante un número fuera de serie de Chuy. Revista de estudios literarios latinoamericanos, la revista que la cuenta en su consejo académico, que ya está colgado y listo para su lectura. El número será presentado el próximo 9 de junio con un brindis, ay, virtual.
Yo, que había leído casi todo lo que Sylvia había escrito, me sentí obligado a revisitar algunos textos que volvieron a deslumbrarme pero en los que, además, fui capaz de notar cosas en las que antes no había reparado.
Por supuesto, siempre supimos que Sylvia es una de las más exquisitas lectoras que Argentina ha dado (y exportado). Así como existe un Kafka de Deleuze (es decir: una manera de entender a Kafka que no puede prescindir de Deleuze) o un Baudelaire de Benjamin (por lo mismo), hay un Borges de Molloy, porque hoy ninguna lectura de Borges puede prescindir de Las letras de Borges (1979), libro que yo había leído en mis años de estudiante sin entenderlo bien del todo.
Allí Sylvia escribe, como al pasar, que los fragmentos de texto (de un texto único, incesante) son “hechos móviles”. Pero esa definición acompaña todo su trabajo de escritura (no importa en qué género se instale). Escribir no es exactamente darle una forma discursiva a una imagen, ni tampoco imprimir en una página determinados trazos, porque la literatura es un “hecho móvil”, lo que involucra no sólo una dimensión lingüística o textual sino, sobre todo, gestual y vital.
Gestos, ademanes, poses. Como si se nos dijera: lo que te define no es tu encarnizamiento en tu propia práctica, sino un cierto deseo, una inclinación, una atracción, un gusto.
Se trata de una manera de estar en el mundo lo que, fundamentalmente, hoy tenemos que agradecerle a Sylvia (sí, claro, también su inteligencia, también su sutileza, también su generosidad). Ilumina una parte del mundo y nos deja vivir en él.