Tati. Ya su nombre parece un juego. Se pronuncia con acento en la i. Jacques Tatí. Si vieron las películas, imposible olvidarlo. Su pipa insurrecta, la forma de caminar, siempre como una tentativa de aproximación. Curioso, torpe, y extrañamente elegante. Todos sus gestos son un atisbo, tratan de decir sin decir nada. En sus películas casi no hay diálogo. Sí un trabajo sonoro de la convivencia. En un bar se escuchan tazas, golpeteo de copas, retos a un niño, risotadas seductoras, nada del todo completo, ni siquiera en una sola lengua, a veces frases en varios idiomas; encuentros pasajeros en ámbitos cotidianos: barrios, fábricas, lugares de vacaciones.
Así como Chaplin era Charlot. Jacques Tati es Monsieur Hulot. Un Buster Keaton sin melancolía. El cómico francés de la ironía tierna. En estos días visité el escenario real de una de sus películas, Las vacaciones de Monsieur Hulot, en la costa bretona. Me emocionó encontrar la escultura de Tati observando la playa desde una plataforma, los codos hacia atrás, apoyadas las manos en la cintura, tal como aparece en sus films. También está el hotel, y el mismo restaurant que ahora se llama Monsieur Hulot. Toda una época convertida en estampa.
Sentada en la arena, recordé sus películas (imperdible, Mi tío) y pensé en la actitud risueña del personaje. ¿De qué se servía? Sobre todo del desconcierto: qué hacer con uno mismo, qué está haciendo el otro, como salir de un embrollo, de qué manera acercarse a una mujer bella, cómo jugar con un niño, cómo caminar con una raqueta de tenis… Hulot es un observador desconcertado, y bien dispuesto. Verdadero antídoto del presente burlón, despreciativo.
