Cada 24 de marzo se convierte en una ocasión propicia para que diferentes tipo de opiniones converjan sobre la idea de que el recuerdo incesante de lo que comenzó ejecutarse ese día de hace tantos años sea la clave para despejar el futuro de la Argentina. Yo no pienso de esa manera. Por el contrario: convencido de que los valores de la memoria son irrenunciables, también me animaría a arrimar este razonamiento al problema de las fechas emblemáticas.
El recuerdo poco menos que rutinario, protocolar, más allá de gritos y banderas, de una fecha que si algo significó fue un cambio administrativo burocrático en una situación que ya estaba desde hacía muchos años destrozada, no tiene la capacidad ni la potencia de iluminar un futuro diferente para los argentinos. Entre otras cosas, porque es necesario animarse a decir que la recordación y la interpretación de los significados que de ese 24 de marzo puedan hacerse no terminarán de suturar las heridas abiertas de la Argentina en tanto sigan siendo pretexto para una especie de venganza eterna.
La esperanza de que por la vía penal-judicial, se termine de arbitrar el definitivo entierro del significado de aquella fecha, es insostenible. La vía testimonial judicial no ha conseguido y no podrá conseguir una armonización que permita que los argentinos le dediquen más entusiasmo, fervor y sobre todo inteligencia a diseñar su futuro en vez de la obstinación en seguir recordando todos los horrores del pasado.
El 24 de marzo no fue fecha atribuible a una sola orientación. Hasta el propio gobierno de los Kirchner terminó acuñando la frase “golpe cívico-militar”, pero lo hizo -como suele hacerlo- con su perspectiva habitual de sacar provecho, sacar partido de esa frase, pretendiendo alegar que, además de las Fuerzas Armadas, en aquel golpe intervinieron actores civiles, sobre todo económicos y judiciales, además de políticos. Eso, que podría ser una realidad, una verdad parcial, es pura especulación en manos del oficialismo. El 24 de marzo la ejecutiva decisión de orden pragmático la encararon las Fuerzas Armadas al entrar en la Casa de Gobierno. Pero eso se producía al cabo de un profundo grado de putrefacción.
La Argentina de 1976 estaba exhausta. Hay que recordar una vez más a Ricardo Balbín, el líder radical que se esperanzaba de llegar a las elecciones, aunque fuera con muletas. Era evidente que el sistema estaba agotado, como todo el aparato institucional que el país se había dado de manera precaria en mayo de 1973. Había estallado por implosión, desde adentro.
La Argentina siguió siendo un país violento desde el 25 de mayo de 1973. Son incontables los crímenes producidos entre la fecha en que asume Héctor Cámpora como presidente y aquel 24 de marzo de 1976, cuando María Estela Martínez de Perón es trasladada en helicóptero por los militares y arrestada. Ese país no estaba pacificado ni mucho menos.
El país del que se hacen cargo, para iniciar una sangrienta dictadura, generales, brigadieres y almirantes, ya chapoteaba en un océano de sangre.En esa Argentina era muy difícil diferenciar a víctimas de victimarios. Esas víctimas y esos victimarios de hace 40 años, han tenido hijos, y esos hijos siguen siendo hoy hijos de víctimas y de victimarios. Las víctimas y los victimarios no tienen una sola especificidad ideológica.
Desde luego que el aparato enorme del Estado, el peso muerto de las Fuerzas Armadas, desequilibró rápidamente una ecuación que ya antes del 24 de marzo estaba resuelta. Porque la lucha armada en la Argentina había asumido una tonalidad directamente terrorista y estaba de hecho pulverizada antes de que llegaran a la Casa Rosada las Fuerzas Armadas.
Sin embargo, cada recordación del 24 de marzo deja este saldo agridulce, a menos para quien les habla, en el sentido de que como sociedad civil no hemos terminado de entender lo sucedido. Uno de los argumentos principales que me ayudan a sostener que no hemos entendido, es que tras la reciente muerte de Nelson Mandela, el padre de la patria de Sudáfrica, la nota oficial de condolencias que envió la Casa Rosada con la firma de Cristina Fernández de Kirchner, habla de todo menos de lo importante: subraya la lucha de la liberación de los sudafricanos encabezada por Mandela, pero no recoge, no asume, ni rescata que, además de haber encabezado una lucha de liberación contra el régimen del apartheid, Mandela pasa a la historia como el factótum de la reconciliación de los sudafricanos.
En Sudáfrica no “juicio y castigo a todos los culpables”. Fue un país donde hubo reconciliación desde la verdad, y en donde se resolvió, de manera ejemplar, encarar el futuro inventando, acuñando, fundando y dando a luz una nueva realidad. Esto es lo que en la Argentina sigue pareciendo imposible.
¿Por qué en un país aparentemente remoto como Sudáfrica, un régimen minoritario de segregación racial y un movimiento de liberación pudieron encontrar denominadores comunes, cuando hubo crímenes de sangre que el propio Mandela asumió como si estuviesen en el mismo plano que los cometidos por los esbirros de apartheid? Esa reconciliación sigue siendo un caso único y hoy en la Argentina sería inimaginable plantearla en esos términos.
¿No encontramos los argentinos agotamiento en la reiteración litúrgica de la recordación de una fecha que no fue otra cosa que el desembarco inexorable, mediocre en su medianía administrativa, de un grupo de generales, brigadieres y almirantes para asumir formalmente un poder que ya estaban controlando?
Estas son las cosas que no se están diciendo ni de las que se están hablando en la Argentina.
El país sigue enamorado de su pasado. Hace largos once años que uno de los entretenimientos principales de la escena argentina es hablar de la Vuelta de Obligado, de Mariano Moreno, de Manuel Belgrano, de San Martín, de Rosas, de Perón, de los Montoneros. Está todo muy bien. Los países somos testimonio de nuestro pasado, fracasos y éxitos.
Pero la Argentina ha ido un paso más lejos. Sigue enredada en ese pasado, al que vuelve rutinariamente como un ser humano, un colectivo o una comunidad que no logran fundar, acuñar e inventar una perspectiva que -incluyendo al pasado- lo deje definitivamente atrás.
Es un círculo infernal. En el caso concreto de los últimos años, es evidente que la resignificación del 24 de marzo de 1976 se ha hecho en la clave ideológica excluyente y exclusiva de un grupo que, de esta manera, como lo demuestra hoy la bandera de Montoneros colgado del Cabildo- pretende que cuarenta años más tarde, la historia no sucedió, las tragedias no acontecieron, los errores no se cometieron, el derramamiento de sangre no existió, y se ha producido una revancha.
En definitiva, no nos hemos encontrado a nosotros mismos.La pretensión de que la verdad judicial es la única manera de saldar los interrogantes pendientes de la Argentina es inútil, estéril y no lleva a ninguna parte, en tanto y en cuanto no logremos mirarnos al espejo del 24 de marzo de 1976 para repetirnos de manera unánime y por encima de toda colectividad política, que esa fecha enseña todo lo que no hay que hacer. TODOS, no solo las Fuerzas Armadas, los empresarios o los jueces, sino TODOS, incluyendo a los actores políticos, los grupos que hicieron terrorismo en pleno Estado de Derecho; la totalidad de la sociedad argentina es la que solo si hace cargo de la totalidad de lo sucedido, podrá inventar un futuro.
Si ese futuro no se inventa, seguiremos siendo una estatua de sal, un país sumamente emocionado con recordar el pasado, pero incapaz de inventar el futuro.
(*)Columna emitida el 24 de marzo de 2014, por Radio Mitre.