Hace ya un tiempo se publicó en España la novela Campo de amapolas blancas, del escritor Gonzalo Hidalgo Bayal (Tusquets, 2008). En ella, el narrador nos cuenta su experiencia desde los años sesenta hasta bien entrados los setenta en una secuencia que tiene como marco su vida cotidiana en provincias, los estudios en Madrid y sus andanzas en el París de 1968. El protagonista hace su iniciación vital en compañía de un amigo que intenta concretar el sueño generacional de la realización artística y que acabará en fracaso. Buscan, sin conseguirlo, ver en los márgenes de la carretera y de la vida las amapolas blancas cuyas hojas contienen “la esencia del paraíso, su síntesis primordial”. De adolescentes habían hallado una Arcadia en el final de la película Dos hombres y un destino, de George Roy Hill, donde Paul Newman y Robert Redford, interpretando a Butch Cassidy y Sundance Kid, a punto de morir rodeados por el ejército boliviano, se dan un ánimo imposible y dicen: “Iremos a Australia”. El narrador se limita a leer; el amigo, por su lado, intenta abrir la puerta de lo sublime sin conseguirlo. En el inicio del libro, Hidalgo Bayal escogió un fragmento de El almendro, de Albert Camus, donde el escritor cuenta que en Argel esperaba la noche invernal cuando los almendros se cubrían de flores blancas y después se maravillaba viendo cómo resistían las inclemencias del tiempo para llegar a ser un fruto. No les ocurre lo mismo a los protagonistas de la novela. Hoy me doy cuenta de que entonces, diez años atrás, leí el libro con cierta condescendencia y creo que Hidalgo Bayal, por el contrario, clausura en este texto, no sin dolor pero con fuerza poética, los símbolos y los paraísos. “No ganaremos nuestra felicidad a fuerza de símbolos. Hace falta algo más serio”, sostiene Camus en otro pasaje del El almendro. Ya no nos queda París. Tampoco Australia.
La observación de Bauman sobre una realidad líquida, un oportuno eco de la voz de Marx (“Todo lo sólido se esfuma en el aire, todo lo sagrado se profana”), se cumple con el mismo rigor y voluntad que los tuits matinales del presidente Trump que golpean, uno tras otro, sobre la piel resquebrajada de un mundo conocido que se deshidrata (también por el cambio climático).
Se buscan certezas y no las hay. Se impone la nostalgia como horizonte: ya que es incierto salir por la puerta a la calle, se busca el rayo de sol en el patio trasero. Cuando el Muro de Berlín y el mundo bipolar son ya sombras en la memoria, John Le Carré publica, el año pasado, una obra crepuscular, lúcida e inteligente: El legado de los espías. Claro, el libro encierra un ejercicio no disimulado: intenta construir sentido desde la lectura del clásico de Le Carré sobre la Guerra Fría, El espía que surgió del frío. Medio siglo después, se revisan los pasos de George Smiley para ver si en alguna de sus huellas están escritas claves que puedan servir hoy. El simple ejercicio de nostalgia arma una narración que, sin demérito de Le Carré, César Aira habría resuelto en una sola frase de El legado de los espías: “Sé generoso con los detalles pero guarda el resto de la memoria y tira la llave”.
Coincidió la llegada de esta novela con el estreno de la película de Steven Spielberg Los archivos del Pentágono, la cual, más que una precuela de Todos los hombres del presidente, de Alan Pakula, parece un manifiesto nostálgico de cierta impotencia actual: otros, antes, podían. La caída de Richard Nixon no explica el ascenso de Donald Trump. Ni la pericia de George Smiley sirve para imaginar la cartografía de un mundo apolar. Ninguna obra tiene por qué explicar nada pero su fin último es construir sentido y el que se infiere de estas propuestas es fijar, con mirada romántica, los ojos en el pasado.
Fabián Casas, en uno de sus ensayos bonsáis, advierte sobre los peligros de la nostalgia y la define como una operación que nos consume el tiempo tratando de recuperar lo vivido, lo que fuimos. Siguiendo su argumento: la nostalgia nos hurta lo que somos.
*Escritor y periodista.