El intelectual cuestiona el poder, objeta el discurso dominante, provoca discordia, introduce un punto de vista crítico, no sólo en su obra sino en el espacio público. Y debe asumir las consecuencias de sus elecciones. Hace todo esto en un lugar y un tiempo concretos y reales. Cotidianos. Su vida no es solo cerebral. Actúa en el mundo. Esta clara definición del intelectual y de su función, inspirada en figuras relevantes del siglo XX, pertenece al historiador italiano Enzo Traverso, quien la desarrolla en ¿Qué fue de los intelectuales? El título de ese libro (en realidad un diálogo con el periodista y antropólogo Régis Meyran) no es ocioso. Ese perfil de intelectual que Traverso describe brilla hoy por su ausencia. Son muy pocos los que hacen honor a él. La mayoría de quienes se pretenden tales se ha ido abonando al oportunismo, a la comodidad del relativismo moral, ha traicionado su condición de conciencia crítica de la sociedad, dejó sus lugares de resistencia y, como ocurre en la Argentina con tantos escribas de cartas abiertas, ha optado por “militar” a la sombra protectora y dadivosa del poder. De un poder corrupto y manipulador, hábil en la cooptación, que simboliza aquello a lo que se opusieron los verdaderos intelectuales de siempre, lo que a muchos, aquí y en el mundo,
les llevó a perder sueños, libertad y también la vida.
En ese contexto emerge como un notable acto de justicia la distinción a Juan José Sebreli como ciudadano ilustre de Buenos Aires, otorgada esta semana por la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Sebreli es si no el último, uno de los últimos mohicanos en esta cuestión. Un pensador independiente y libre, de mirada aguda e insobornable, un autodidacta convertido en necesario, enriquecedor e ineludible maestro en el arte de pensar críticamente y de expresar ese pensamiento con fundamentos y con iluminadora claridad (hay claridades que solo encandilan y ciegan). Alguien que no ha temido andar por los márgenes, alejándose de todo pensamiento autoritariamente unificador, que se excluyó de sectas y alineamientos y, acaso por eso, fue repetidamente marginado. Aunque no, afortunadamente, por sus numerosos lectores y alumnos, no por quienes no han renunciado a pensar, con los riesgos que esto implica en sociedades oportunistas, indiferentes, abonadas al populismo.
“La igualdad entre los humanos significa respetar las diferencias y no igualar a todos en un molde único”, señala en sus Cuadernos (una exquisita recopilación de vivencias, ideas e intuiciones). Allí mismo dice que la esencia de la función del intelectual es dudar y criticar y que no debe buscar la redención, el martirio, ni la santidad, sino solo la lucidez. Toda su obra es coherente con esa propuesta. Buenos Aires, vida cotidiana y alienación (libro con el que irrumpió en 1964) sigue siendo esencial para comprender a una ciudad compleja y a menudo tramposa. Los deseos imaginarios del peronismo, es esencial y vigente para entender lo que parece un destino fatal de la Argentina. Comediantes y Mártires desnuda sin contemplación a ídolos que el país adora a veces obscenamente. Crítica de las ideas políticas argentinas o El malestar de la política, son herramientas ineludibles a la hora de afrontar tantos por qué que nos obsesionan.
No siempre se estará de acuerdo en todo con él (es mi caso), pero aun así enseña a pensar, a fundamentar. Quien lo lea o escuche será llevado a explorar nuevos horizontes de sus propias ideas. Encontrará a alguien que no chicanea, que no juega con mala fe, que ofrece su posición con honestidad y con argumentos de profundas raíces. Agradecerá también su inteligente, fino y sabio uso de la ironía. “Con buenos modales no se escriben buenos libros”, señaló alguna vez. Sus textos lo contradicen en esto. Su lector se hallará con un intelectual que, declarando sus posiciones (abrevó en el existencialismo, en el marxismo), nunca hizo de ellas un bastión fundamentalista. Un humanista ante todo.
Sebreli incita a no aflojar, a persistir en el empeño de pensar, a mantener encendida (con las herramientas de las ideas, de la actitud y de una ética moral) una antorcha que funcione como faro en la noche oscura de la corrupción, de la indiferencia, del quietismo, de la cobardía y de la inmoralidad. Ojalá sólo sea el penúltimo mohicano.
*Periodista y escritor.