Me estaba peinando. Me miré en el espejo con la sorpresa bastante común de sentir que ese uno mismo bien podría ser otro. Los ojos me miraban desde el cristal con un brillo propio, tal vez con cierta ironía. El ego de todos los días tenía una otredad. Como si tuviese su propia recóndita opinión sobre las cosas. Incluso sobre la muerte de Iván. Sentí que cada muerte exige su teología y escribe su propio drama. Los que quedamos tenemos que darnos respuestas teológicas propias, crearnos una funcional filosofía prêt-à-porter. Una filosofía para soportar. (Fue Rilke quien escribió que “soportar es todo”.) La leyenda del dios de la infancia se disolvía como la espuma de barba bajo el chorro del lavatorio. (La vida etérea de un más allá; el tardío e implacable juicio de un dios que crea justos y pecadores; las condenas a sufrimientos infinitos; los improbables reencuentros. Como el de Francesca de Rimini y Paolo, imponiendo la eternidad del amor en el eterno fuego infernal. Es cuando Beatriz le hace comprender a Dante, y a Dios, que prefiere seguir en el infierno con Paolo que ir sola al cielo. La más sublime y justificada blasfemia.) Una religión muere cuando se degrada de su locura y se transforma en un venerable hecho cultural. El catolicismo de mi infancia era un camafeo desgastado. Tenía una vigencia sentimental e improbable. Era un dios mendicante y final al que uno tiene la tentación de darle una moneda en el atrio de su propia catedral gótica.
Habíamos hablado con S.: teníamos que buscar en la mesa de retazos filosóficos y teológicos, en los jirones válidos que puedan quedar de una cultura muerta, para crearnos un sendero y trepar rocas arriba. La muerte nos vencía y paralizaba porque no teníamos respuestas para enfrentarla en su desnudez, en su necesidad, en su simpleza. Su infame dominación nos obligaba –y obliga a todos los vivos en similar circunstancia– a desmitificarla para soportar. Sólo quien es capaz de armarse de razones para soportar podrá volver a celebrar el tiempo de su propia vida. Uno busca una respuesta válida más allá de las leyendas y los rituales. Hay una filosofía interior, como marginal, donde se depositan ideas o sospechas que nunca desarrollamos hasta que nos alcanza la catástrofe. Entonces vamos trepando con la angustia o la ansiedad de quien necesita encontrar una revelación en las fuentes del Nilo o en “la región más transparente” donde se hacen audibles las voces de los dioses vivos. Empezamos a navegar a contracorriente, a contracultura. El mundo en que vivimos es un mundo devastado metafísica y religiosamente. En realidad, es un mundo conquistado por la muerte…
Leíamos y hablábamos. Recordamos con S. la visita a Heidegger en su casa de Friburgo, en junio de 1973. Iván, que tenía seis años, se quedó jugando en el jardín de la casa de la calle Fillibach con una pelota de plástico a gajos. En todos los libros de nuestra biblioteca, en mi memoria, en el laberinto de versos y páginas olvidadas, tenía que estar el material de la respuesta posible. El rastro de la compensación liberadora. La posibilidad de pasar del dolor al sufrimiento, como escribiría Kovadloff. Enhebrando frases, versos mal recordados, experiencias y signos dejados por otros habitantes del borderland. (Las técnicas y formas de vida cambiaron; los dolores y angustias esenciales, no.) Una noche avancé por los antiguos escritos de Theodor Gomperz. Un viaje al pensamiento primero de Occidente. Una visita a esos filósofos alimentados con higos del Jónico y pescados del Mediterráneo oriental. Gomperz cuenta de Anaximandro de Mileto y de Lesbos. Mileto, siglo VI y V antes de Cristo. Epoca de un aire de conciencia universal, de sabiduría entre seres tan mutuamente remotos como Buda, Lao-Tsé, Anaximandro o Empédocles. Gomperz anota que Anaximandro habría tenido su visión pasado los sesenta y que por entonces ya había vivido más de veinte o veinticinco de los años que había tenido pensado vivir. Mileto sería un pequeño poblado cerca del mar en lo que hoy es la costa occidental de Anatolia. Anaximandro sería un viejo cascarrabias, un filósofo en andrajos de esos a quien los chicos gritan burlas o hasta arrojan algún terrón.
Lo imaginé: al caer la noche salía de Mileto y se encaminaba entre los montes y dunas hasta un tronco de higuera muerta por un rayo. Era un muñón de madera renegrida, ahuecada e inclinada adecuadamente como para que el viejo pudiese deslizarse en su interior y quedarse cómodamente sostenido ante el cielo estrellado. El se decía y se consideraba astrónomo.
Tal vez era el primer hombre, al menos de Occidente, que abandonaba las leyendas homéricas y se entregaba a la fascinación de la naturaleza, el misterio de lo real. Leímos los pasajes marcados y luego la frase donde Anaximandro escribió las cuatro líneas que fundamentarían el conocimiento o la revelación mayor. El conocimiento perdido, sepultado por esa fuga descomunal y atolondrada que llamamos “cultura occidental”. Fuga demás de 2.000 años, desde la razón socrática al judeo-cristianismo.
—¿Qué necesitamos? ¿Qué queremos? –me pregunta S.
—Que Iván no esté tan muerto. Que nosotros dos no estemos tan vivos. En suma: que comprendamos y sintamos que estamos cerca de Iván. Y él cerca de nosotros. Pretendemos reencontrar el camino perdido, para que el dolor sea nada más que el resultado de la ignorancia o de la incomprensión. Estamos infectados por una cultura enferma. Una cultura de dioses muertos. Hay que ir más allá, reencontrar esa playa abandonada donde se moría de vida y se vivía de muerte.
—¿Y Anaximandro entonces?
—Fue cuando tuvo la visión. Vio, se vio, sintió y se sintió en una total unidad. Tuvo el alivio que no existir tanto ni de estar tan amenazado por su vejez y su partida a lo desconocido. Gomperz o Mondolfo dicen que esto ocurrió unos dos años antes de su muerte, aunque no se conjetura la fecha cierta. Escribió un buen libro y en él estaba la frase fundacional. Alguien dijo que lo inactual tendrá su tiempo. Nada en la filosofía queda definitivamente superado. Si los dolores y placeres esenciales del humano son los mismos desde Adán hasta hoy, entonces también la sabiduría reside en verdades esenciales, inactuales ahora, en tiempo de decadencia. La verdad aparece a jirones. Hay que armar con paciencia el mosaico. Lo actual surge y puede desaparecer. Anaximandro a veinte mil kilómetros de distancia no sabría que estaba con Buda y con Lao-Tsé o que podría estar con Rilke hablando en 1924 en un café de Viena. Ahora hay que desenterrar las verdades ocultas, las palabras perdidas en el arenal.
Anaximandro pasó años fascinado ante el espectáculo de lo inmenso con sus nubes de miríadas de estrellas. Hasta la noche en la que sintió la revelación del ser en su totalidad y unidad y, tal vez, la increíble alegría de sentirse incluido para siempre. Incluido en la realidad. No ante sino en la totalidad. Digamos, la otra salvación: la confirmación de estar en la Casa, en lo inmenso primordial. La fe hecha experiencia de inclusión definitiva. Aquí la frase primordial: el origen de las cosas es lo inmenso, el apeiron. Inmedible, interminado. Apeiron. De allí mismo, de donde todos los seres emergen, allí encuentran su disolución de acuerdo a la ley necesaria de su destino (para todos los seres, cosas, mundos, dioses). Todos deben expiar la culpa y la pena de ser según la ley necesaria, insoslayable. La injusticia, la amoralidad o la insolencia de ser se pagan con la disolución. Es la ley para toda la realidad cósmica. Como si lo normal fuese no aparecer en el mundo, no individualizarse.
Nos quedamos entre los libros de Gomperz, Mondolfo y los versos de Rilke y eran ya cerca de las tres de la mañana. Nos acostamos cansados cuando amanecía. S. se despertó bañada en sudor y muy angustiada. Como empezaba a producirse con bastante frecuencia, Iván había invadido el sueño con lo peor que podía ocurrir: una escena de felicidad. (Las pesadillas con monstruos y horrores se rechazan; las que nos hacen revivir la felicidad perdida nos descalabran.) Cuando se volvió a acostar S. me contó.
—Era cuando el Augustus estaba en la rada de Génova. Ibamos a Venecia para asumir tu cargo de cónsul. Se organizó una cena de despedida. Escuché una música pegadiza. Iván corría nervioso por el salón. Tenía seis años. El capitán nos invitó a la mesa principal, que presidía. Después, antes del baile, fue la ceremonia de despedida. Entonces el capitán llamó a Iván para que lo acompañase al pequeño estrado. Busqué a Iván y lo tomé de la mano. Alisé las solapas de su blazer azul cruzado con botones dorados y el escudo del colegio. Entonces sentí su manita seca y tibia en mi mano mientras el capitán lo esperaba con una sonrisa. Aquí Ivan, dijo, con acento en la i como pronuncian los italianos. Los despediremos ambos: el capitán más joven y éste, un poco más viejo, dijo el capitán y todos aplaudieron y celebraron el gesto amable. ¿Te acordás?
—Me acuerdo vagamente…
—Pero sentí su manita seca en la mía. Su impaciencia o nerviosidad mientras le alisaba las solapas del saco tan vistoso. Y escuché aquel aplauso y las risas amables cuando el capitán le tiende la mano a Iván, cuadrándose y le hace la venia. ¿Pesadilla, sueño? Efecto horroroso de aquel retorno a una inolvidable y pequeña felicidad. ¿Por qué la sensación de angustia y casi de vómito? Mi cuerpo tendría que manifestar profundo agradecimiento por esa visita al otro reino, por la mano de Iván en mi mano. Su mano tibia. Tibia y seca.
Entonces, por primera vez en esas semanas negras, sentí indignación por Iván, nuestro hijo. Me rebelé contra la tiranía de su arrogancia, contra el poder de su muerte. ¿Qué derecho tenías? Y ¿cómo es posible que te animes a volver entre nosotros con aquella noche maravillosa en el Augustus fondeado en el golfo de Génova? Habíamos brindado con el capitán y con sus amigos (entre ellos Licinio y Silvia Shivitz, que viajarían hacia Venecia a la mañana siguiente). Las copas de champagne. Tu madre entre las mesas para buscarte y llevarte al estrado como pidió el capitán. ¿Qué derecho tenías a repetir esa escena de luz y alegría en medio de lo que padecemos? Después de la fiesta te dejamos en tu camarote y subimos con S. a la cubierta superior donde soplaba y nos despeinaba la brisa fresca y fuerte de abril. La nave inmóvil en el mar sereno, iluminada en la noche de baile de despedida, seguramente ráfagas de rumba y mambo. Concentrado de vida feliz, como el Rex de Fellini saludado por un pueblo de botes al pasar raudamente por la costa de Rimini. Y desde allí veíamos el resplandor poderoso de Génova contra el cielo claro. Y más allá las luces seguramente de San Remo, de Santa Margherita, de Portofino. Y aún más lejos, La Spezia y tal vez el poblado de Levanto del que había partido mi abuelo con un morral al hombro hacia la mágica palabra “Argentina”. Tu insolencia, hijo, es bastante insoportable. ¿Qué derecho creés que te da la muerte? ¿Cómo recordarnos uno de los momentos más felices de nuestro trío? Nuestro desmantelado trío.