Ahora se puede contar. En el último de los tres encuentros que tuve con Mauricio Macri hace un par de años, hablamos sobre el “prejuicio” que, para entonces, provocaba la sola mención de su apellido. En una reunión con amigos bastaba reconocer alguna obra o medida en función de su gestión como jefe de Gobierno para que, de inmediato, alguien reaccionara y desconociera el mérito: “Sí, pero Macri...” como para advertir que pronto se revelaría el verdadero Macri, “el monstruo” .
Admití, inclusive, mis propios recelos anteriores. Todavía me sorprendía su buena predisposición para darse tiempo de hablar, de nada en particular, con alguien que apenas conocía. A solas, parecía ser el tipo que trataban y describían sus más íntimos, sencillo, normal. Pero –apellido, recursos, familia, clase social– el prejuicio de una gran parte de la sociedad le cabía a medida. Por otra parte, pensaba yo, en cuanto lanzara su campaña presidencial, los medios kirchneristas se ocuparían de reforzar ese prejuicio y de amenazar con el “gorila”.
“Antes de ser candidato en Boca, y en la campaña para jefe de Gobierno, decían lo mismo. Después mucha gente cambió de opinión... Igual, haga lo que haga, supongo que voy a tener que cargar con eso”, admitía él. “¡Qué ironía! Cuando iba al colegio Newman también algunos me hacían sentir el prejuicio. Pero por otras razones. La mayoría eran todos de apellido, hijos de gente que se la daba de ser de cierta clase. Y ahí, imaginate, yo era el “hijo del tanito”, de un tano inmigrante, “un nuevo rico” que no venía de una familia tradicional...”.
Se notaba, entonces, que Mauricio Macri llevaba puesto el prejuicio con cierta resignación, como algo que creció con él. Pero, aun tratando de sonreír, no lograba disimular la leve melancolía que le empañaba la mirada. Se hizo una pausa, pasábamos ya a otra cosa cuando, de pronto, reaccionó como si recordara algo, una anécdota reciente, “... el otro día íbamos en la camioneta a un acto y me dieron ganas de ir al baño. Como además teníamos que cargar nafta, nos detuvimos en una estación de servicio de la ruta y fui. Me paro al lado de un tipo que estaba ahí y me pongo a mear. De pronto, el tipo me mira y me dice, sobresaltado: '¡Eh, pero vos sos Macri!'. Me reí. Y, sí, le digo, soy yo. Pensé que me iba a saludar, o a putear, no sé. Pero, no. Mientras se subía el cierre, me dice: '¿Y qué hacés acá?. '¿Cómo qué hago acá? Estoy meando', le digo... '¡Pero cómo!', insistía. Me reí. '¡Como vos, como todos!', le dije. En una de esas pensaba que yo llevaba un baño privado a todas partes, no sé qué fantasía tenía. Al final se empezó a reír el también. '¡Yo te hacía otra cosa', me dijo. Fue muy divertido”.
Sólo tres cafés en un par de años. Como no teníamos ninguna agenda, la charla de pronto se abría a temas más personales. “A veces, si hay mucha gente que no conozco, me ven como un tipo muy distante, pero la verdad es que soy tímido. En serio, me cuesta, de joven más. El secuestro no ayudó, pero estar en Boca y la política sí, me obligaron a hacer un esfuerzo. Me costaba mucho hablar en público. Debe ser por eso que hago discursos cortos. Ni siquiera cuando los tengo escritos pasan de media hora, como mucho. En los actos me agarro con las dos manos al micrófono para sentirme más seguro, con más confianza. Voy mejorando”.
Tengo un par más para contar, pero el tipo ahora es presidente. Hay que respetar la investidura. Quería, en especial, rescatar lo que tiene que ver con el prejuicio porque de algún modo nos involucra. Contra el prejuicio, como contra el tiempo, nadie da la talla. No hay argumento que valga. Así que, a esperar los hechos. Dentro de cuatro, u ocho años, espero poder volver a hablar de esto con un tipo, de apellido Macri, en un café cualquiera, para saber cómo fue eso de estar ahí.
*Periodista.