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beatriz sarlo y la prensa

El premio a una lectora intensa, obsesiva y maniática de diarios

El martes, la Academia Nacional de Periodismo distinguió a Beatriz Sarlo con la Pluma de Honor. Aquí, su discurso, en el que dice merecer el premio por su fidelidad a la lectura de los medios.

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Agradecer la Pluma que me acaba de entregar la Academia me lleva a preguntarme los motivos por los cuales se ha tomado esta decisión. Quisiera separar esos motivos de la coyuntura en la cual la defensa de la libertad para informar y opinar está en el orden del día. O, para frasearlo de otro modo, la libertad de expresión hoy es definida de maneras diferentes y contrapuestas. En muchos casos esa definición implica justamente lo contrario: usando en falso el concepto democrático y popular se propicia el recorte de un principio básico de la democracia, como es la libertad de prensa.
Cuando se recibe una distinción suele suceder que el favorecido se interroga. Si ustedes me lo permiten, quisiera echar una mirada hacia las razones que, en mi fantasía, justifican en parte la decisión de la Academia.
Le copio mi hipótesis a una conocida frase de Borges: no merezco esta pluma por lo que he escrito en la prensa, sino por lo que he leído en ella, con una persistencia que comienza en los años 50. Cuando yo era una niña, a mi casa llegaban tres diarios: La Nación, para mi padre; La Prensa, para mis tías; y El Mundo para mi madre. Este trípode se mantenía en equilibrio inestable. Se sabe que La Nación y La Prensa fueron sólidamente antiperonistas. El Mundo, en cambio, publicaba en tapa, debajo de su nombre, como señal de identidad, lo siguiente: “Diario ilustrado de la mañana”. Pertenecía al nuevo estilo, junto con Clarín y Noticias Gráficas. Tabloides, mucha fotografía, titulares a todo lo ancho. La editorial Haynes, que había fundado El Mundo en 1928, se había visto obligada a vender una parte importante de sus acciones al gobierno peronista y, en consecuencia, ese diario oficialista llegaba a mi casa por razones que no voy a tocar ahora.
Simplemente diré que era el diario que yo miraba con más interés, por la generosa proliferación de fotos de Eva que había en tapa, contratapa y las dos páginas centrales. De chica, yo era instintivamente evitista, no por ideología sino por causas más poderosas: en Eva descubría, sin que esa palabra se usara en aquella época, a la celebrity más allá de la política. El Mundo era un diario ilustrado al que mi padre, con despreciativo furor, llamaba “el catálogo del régimen”. En consecuencia, ese diario me daba aquello que me negaban (por causas ideológicas y de estilo periodístico) La Nación y La Prensa.
Desde la adolescencia leí diarios de manera intensa, obsesiva y maniática. Varios por día. No sé si eso me califica de verdad para recibir la Pluma. Pero soy testigo de dos grandes cambios en el periodismo, que también me cambiaron a mí: La Opinión de Jacobo Timerman y Página/12 de Jorge Lanata. Antes Clarín, fundado por Roberto Noble, y el mismo diario El Mundo habían esbozado esas transformaciones.

Como un bajo continuo que fue acompañando todas las melodías que yo cantaba en política y todos mis giros ideológicos, seguí leyendo La Nación. A diferencia de mi padre, yo no me identificaba con el diario, sino que me peleaba cotidianamente. Muchos militantes de la izquierda marxista a fines de los 60 y comienzos de los 70 leíamos La Nación pensando que allí se manifestaba en directo y sin mediaciones esa oligarquía que debíamos derrotar, como si fuera un sujeto histórico unánime frente a su máquina de escribir. Clarín, a nuestro juicio, sólo nos aseguraba la representación de una fracción política: el desarrollismo, del cual creíamos saber bastante sin leer el diario.
Comencé a leer prensa partidaria en el secundario. Sentada en un banco de cuarto año me ensimismaba en la revista Qué, donde escribían Jauretche, Scalabrini Ortiz y Jorge del Río, hermano de mi madre, que había pertenecido a Forja y me legó su colección de los famosos Cuadernos. También un semanario, Propósitos, dirigido por Leónidas Barletta, donde se publicaban las denuncias que concernían el petróleo y la ley de enseñanza libre (ésos son los capítulos que recuerdo).
Del periódico de la CGT de Paseo Colón (cuyo secretario general era Raimundo Ongaro) tuve la colección completa: 55 números aparecidos entre 1968 y 1970. La he perdido. No la destruí ni la quemé, simplemente quedó en algún cajón de alguna mudanza. Ese periódico inventado por Rodolfo Walsh fue el primero que me hizo pensar que periodismo de investigación, ideología, diseño gráfico y buena escritura podían andar juntos.
Atiborrada de diarios y revistas partidarios e independientes, no terminé trabajando en un diario por una razón biográfica sencilla: en los tempranos años 60, cuando yo era estudiante, me tomaron como secretaria en Eudeba para trabajar con Aníbal Ford, alguien que también sabía mucho de medios. De ese modo, Boris Spivacow decidió que me ganara la vida aprendiendo a editar libros en lugar de notas. Eudeba, y después el Centro Editor, fue en mi vida uno de esos misteriosos puntos de giro en los que las cosas toman un rumbo y aunque no lo clausuren, tuercen otro.
De todos modos, en el Centro Editor hacíamos colecciones semanales para kioscos, obligados, cada siete días, a un cierre de sesenta o setenta páginas generalmente ilustradas. Allí aprendí a escribir o a editar muy rápido, que es algo que se aprende como una lengua, en un determinado momento de la vida, mejor cuando más temprano. Es posible seguir haciéndolo después, pero, como las lenguas extranjeras, se aprende bien en la juventud.
En el Centro Editor, a causa de ese régimen de trabajo, presionábamos constantemente para encuadrarnos en el sindicato de prensa. No hubo allí, en el sindicato, ningún Hugo Moyano que nos cumpliera el sueño (que consistía sobre todo en lograr que Spivacow nos despidiera, seguros como estábamos de que, en cuanto se nos terminara la plata del despido, su generosidad y nuestros hipotéticos méritos lo llevarían a reemplearnos). Para muchos, durante la última dictadura el Centro Editor fue el único lugar donde conseguimos trabajo. La libertad de pensamiento, de escribir, publicar y vender masivamente en los kioscos siempre fue una bandera sostenida por Spivacow en las condiciones más adversas: le allanaron depósitos, le confiscaron masas gigantescas de fascículos. Una foto tomada por Ricardo Figueira muestra a la policía quemándolos, en un baldío, con sopletes, porque encender papel es difícil aunque los autoritarios se lo propongan siempre. Ese destino editorial me desvió del periodismo, pero no reparó mi adicción a la lectura periodística.
No es casual que, cuando comencé a dedicarme a la historia de la cultura y la literatura argentinas, las publicaciones periódicas de todo tipo fueran una de mis fuentes predilectas. Y lo siguen siendo hasta hoy. Por eso, y por haber dirigido investigaciones y tesis como la de Saitta sobre Crítica y la de Gilman sobre Marcha de Montevideo, leí horas y horas de papeles periódicos. En la Biblioteca Nacional o en bibliotecas privadas recorrí centenares de ejemplares de Caras y Caretas y de El Hogar. En originales o en fotocopias que iban haciendo para mí atravesé el diario Crítica y El Mundo, la revista Ciencia Popular, las publicaciones femeninas de los años 20. En la biblioteca de Sergio Provenzano leí las novelitas semanales de las primeras décadas del siglo pasado y descubrí que otro tío, Edmundo Sarlo Sabajanes, había sido editor de una de esas colecciones y escrito una novelita, perfectamente horrible. Mucho más tarde, seguí la trayectoria de Eva Perón en las revistas del espectáculo de fines de los 30 y 40; y la política en los semanarios de los 60.
La investigación duplicaba así, de un modo respetable, mi manía como lectora de periodismo: la actualidad a la mañana, las publicaciones del pasado por la tarde. Leer diarios de los años 20 y 30, o revistas de los 40 o los 60, me resulta tan natural como el ejemplar del día. Trabajar en hemeroteca es entrar en un laberinto de tiempo. Abrir una revista de hace setenta años: ver qué ha cambiado en el show-business, comprobar que Buenos Aires no escuchaba sólo tango sino música mexicana, brasileña y bolero, registrar los esfuerzos de las estrellas locales para obtener reconocimiento en Estados Unidos (esos viajes siempre anunciados y nunca realizados), todo eso pone al lector en la perspectiva de un pasado cotidiano. Buscando a Evita me encontraba con Hugo del Carril o con Tita Merello; me encontraba con los coroneles del golpe del ’43 recorriendo las radios y sacándose fotos con las estrellas. Volver a esos diarios y revistas viejas implica una experiencia del pasado como presente anacrónico siempre al borde de la interpretación equivocada.

Además, se sabe lo que se busca, pero también se encuentra lo que no se está buscando. Siguiendo notas sobre política, caía sobre las críticas de cine y de libros de Primera Plana y de Confirmado. Imposible pasarlas por alto: las leía por segunda vez en el tomo encuadernado de alguna hemeroteca. La primera había sido en los años 60 cuando se publicaron. La segunda era en el final del siglo XX y principios del XXI, cuando yo era otra, muy diferente de la joven que compraba revistas en los kioscos y todos los miércoles a la tarde esperaba la llegada de Marcha desde Montevideo.
Mi biografía política está tejida con diarios, revistas y semanarios de partido. El primero que hice imitaba, con incongruente deliberación, la revista mural Prisma de Borges, Guillermo de Torre y González Lanuza. Se imprimió en una ciudad patagónica y lo pegamos en los muros de los talleres textiles. Luego vino una revista de la que salieron tres números, con el título nostálgico de Mundo Peronista. No voy a seguir el anecdotario personal, que no es memorable como el de otros de mi generación. Pero agregaré sólo un dato que me vincula más al gremio de distribuidores que al de periodistas. Desde 1978, repartí por los kioscos de Buenos Aires la revista Punto de Vista. Todavía quedan algunos kiosqueros de esa época, pocos. Pero en los 80, cuando la revista encontró una distribución más normal, todos los canillitas de la calle Corrientes me saludaban como a una conocida del oficio.
En esos años de la última dictadura, la obsesión por leer diarios llegó a su paroxismo. Con Carlos Altamirano los leíamos todos, porque se trataba de hacer un trabajo de arqueología del presente. Comparábamos línea a línea, a la busca de huellas de lo que estaba sucediendo y no se publicaba, salvo en el Herald y el semanario Nueva Presencia de Herman Schiller. Leíamos con la perspectiva del arqueólogo, encontrando significado en los fragmentos más pequeños y aparentemente intrascendentes de cualquier información. Examinábamos con precisión filológica las notas de Iglesias Rouco y de Manfred Schönfeld en La Prensa. Reconstruíamos un escenario secreto y opaco, a partir del detalle que podía pasar más desapercibido.
En realidad, hacíamos un trabajo inverso al de la censura y la autocensura: reponer aquello que suponíamos que no había sido escrito. Fue una tarea que duró años, detallista y penosa, hecha en la más completa oscuridad de todo sentido. Mi lectura de diarios era entonces más refinada en sus métodos que cualquier otro análisis de un texto literario que haya hecho en toda mi vida. Trabajábamos a ciegas, con los indicios. Creíamos descubrir una sugerencia o una alusión incluso allí donde muy ostensiblemente no existía nada.
De esos años también recuerdo las publicaciones extranjeras. Manuel Gestal, librero porteño exiliado, me mandaba, primero desde México y después desde España, rollos de revistas: Nexos, Vuelta, El Viejo Topo, Quimera. Llegaban a una casilla de correo y yo iba temblando a buscarlas. No era miedo, sino excitación. Leer esas revistas y muchos recortes de periódicos que mi amigo ponía entre sus páginas me devolvía a mí misma: yo era yo a causa de que estaba leyendo esos recortes y esas notas. También llegaban algunos libros, a veces la New Left Review o alguna revista marxista italiana. Pero el material periodístico transportaba, como ningún otro, el sentido del presente.
Sigo siendo una adicta a la prensa. Internet no ha hecho sino empeorar mi adicción. Me temo que la Pluma que me ha entregado la Academia de Periodismo confirma el diagnóstico. Pero, aunque lo confirme y sea incurable, deseo transmitir mi agradecimiento.

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