Su muerte es un hachazo que tajeó la riqueza del universo. Yo era feliz de sólo saber que existía, pero desde hace años venía preguntándome cuánto más iba a resistir. Luis Chitarroni era el más brillante de nosotros. Sabía, porque lo decía, “que cada palabra carga con el peso del mundo”. Él las conocía mejor que nadie, se envolvía en ellas, las adoraba como un cabalista que perdió a Dios entre las letras, pero encuentra en cada una el valor y la vibración suficientes para recuperar la experiencia del éxtasis.
Sabía adecuarse, sin falsa modestia y con absoluta precisión y maestría, al nivel intelectual de su interlocutor. Manejaba todos los registros del habla, desde la alusión recóndita hasta la obscenidad desfachatada, con la solvencia del artista de variedades que hace bailar en el aire las clavas, pelotas o naranjas en las calles de la Ciudad. Siendo como era, un lector anglófilo, pocos como él dominaban el registro de la lengua nacional. Su maestro, claro, había sido Borges, filtrado por el sarcasmo de Enrique Pezzoni, pero a diferencia de Borges, que urdía sus ficciones con la modalidad acumulativa y sucesiva del mejor de los bibliotecarios, Luis se entregaba como un barco ebrio a los vértigos de un lenguaje desbordado. El barroquismo era su signo, su punto de partida y llegada al mismo tiempo, ya se ocupara de las ficciones de la educación primaria o de las vidas reales o imaginarias de artistas notables o surgidos de su invención. Como escritor, Chitarroni no experimentó progreso alguno. Fue un escritor maduro y completo desde su primer renglón.
En la vida concebida como trama de relaciones, la muerte de Luis. La muerte de Luis. La muerte de Luis es para nosotros, los que lo quisimos y admiramos, lo que no se puede decir o no termina de ser dicho. Nadie puede saber, aunque cualquiera podría imaginarlo, lo que significa, por años y años, ver el secreto hundimiento de este genio secreto. Chitarroni, con la terrible paciencia que lo caracterizaba, entregó los estragos de su cuerpo a la crueldad de los dioses innominados.
Ya no habrá para mí y para todos, todos los nosotros, la posibilidad de hablar con el más querible de entre aquellos que lo saben todo.