Fui a buscar a mi hija Anita que se quedó a jugar en la casa de una amiga del colegio. La madre de Juani, la amiga de Ana, me cae muy bien. Es médica y siempre que puedo nos ponemos a hablar sobre temas de su profesión: los virus, los ciclos vitales de éstos, las diferencias entre los virus y las bacterias, por qué los virus matan a los seres que infectan aun a costa de que ellos también mueran, como si se suicidaran. Y cómo algunos virus no encuentran coto a su poder y se alimentan de los antibióticos que les dan para derrotarlos. “Ojo que hay algunos virus –me dijo Gimena– que cuando el cuerpo que habitan muere ellos tienen una pequeña sobrevida”. También hablamos de religión. Un médico es alguien que está parado cotidianamente en el umbral entre la vida y la muerte. Sabemos que la única persona que sabe con certeza que Dios no existe es el Papa. ¿Pero los demás? Gimena me dice que para ella no hay ninguna duda de que existe el alma y que ésta no se aloja en el entramado magnífico de la red de nervios. Me cuenta casos de niños que fallecen y esperan que la madre acepte que ellos van a morir para dejarse ir. Me cuenta el caso de un chico que murió y al que nadie se animó a decirle cuál iba a ser su suerte y que sin embargo dejó, al morir, en su mesita de luz, un testamento diciendo a quién dejaba tal o cual juguete. “Todas las personas que van a morir lo saben y es mejor hablarlo con ellas para que se puedan expresar”. Un nenito de su consulta le preguntó “¿Voy a morir?”. Tal vez, le contestó ella.
El nenito dijo ¡ah! y siguió jugando. Pero hablemos de otro tema, me dijo: ¿sabés cómo funciona un retrovirus? No, le dije. Y me dibujó una ecuación similar a uno de esos matemas lacanianos. El retrovirus es un virus que hace un movimiento inesperado, de repliegue. Como el del sida. Inmediatamente pensé en Frank Zappa. Tal vez el más grande músico clásico de la modernidad. El fue para el rock un retrovirus.