Uno de los lugares más esnobs de Madrid es el reconvertido Mercado de San Miguel, donde comercios tan poco glamorosos como las verdulerías han dado lugar a pequeños puestos que venden ostras, foie-gras, caviar o los mejores vinos de la península, manjares que los ricos de la ciudad y de otras partes del mundo acostumbran consumir de parados. El sitio es tan refinado que incluye una pequeña librería. Y la librería es tan refinada que no vende sólo recetarios de cocina, sino también libros de arte y obras relacionadas con la gastronomía de un modo indirecto. Así es como el catálogo incluye desde El banquete de Platón hasta el Elogio de lo insípido de François Jullien, libro que no pude evitar comprar por el contraste entre el título y la variedad de sabores que se desplegaban alrededor. Finalmente, resultó ser un ensayo filosófico emparentado con Barthes donde se explica que la idea de lo insípido en la comida, pero también en la música, la poesía y la pintura son esenciales para el pensamiento chino.
Un poco más convencional es otro libro que se llama Lo que hemos comido. Es parte de la inmensa obra del catalán Josep Pla (1897-1981), quien afirma de su propio ensayo que “no se trata de un libro de recetas: es una divagación, una digresión tomando la cocina como pretexto”. Pla intenta menos enseñar a cocinar que a comer y dedica cada capítulo a un plato específico, desde el bacalao hasta los caracoles, desde la tortilla hasta el gazpacho, desde el cocido hasta la paella, para concluir siempre en cosas parecidas: que la industrialización está despojando de sabor y sentido a la comida, que hay que volver a los platos sencillos con los mejores ingredientes y dedicarles el tiempo necesario para cocinarlos y para comerlos, que la gastronomía es un delicado equilibrio entre memoria ancestral e innovación, que los catalanes podrían tener un paladar menos palurdo pero, sin embargo, cuentan con una base adecuada para resistir la barbarie culinaria. En fin, nada muy sorprendente para un liberal de derecha atado a su terruño como Pla.
Sin embargo, el prólogo le da al libro otra dimensión. Su autor es Manuel Vázquez Montalbán, un hombre de izquierda y también uno de los escritores más glotones que ha dado la literatura (dentro y fuera de sus páginas). El texto advierte que Pla, “a pesar de su nostalgia balzaciana ancien régime, influyó sobre una serie de jóvenes intelectuales catalanes liberales, partidarios de la felicidad que siguieron sus paradigmas culturales con respecto a la operación de guisar y comer, y esa ramificación llegó hasta las nuevas hornadas de las capas medias más ilustradas y progresistas de los años setenta, agentes de una importante recuperación de la cocina en Cataluña”. Y continúa en ese tono, hasta concluir lo siguiente: “Esas nuevas capas medias protagonistas de la Transición Democrática mejoraron la burguesía de la complicidad con la mediocridad franquista y consiguieron elaborar una Constitución y llegar a escoger un menú con cierto conocimiento de causa y efecto. ¿Se puede pedir más a una generación de capas medias?”.
Mientras leía a Pla y a Vázquez Montalbán en Madrid, llegaba de Buenos Aires la información de que Guillermo Moreno había prohibido la importación de jamón ibérico y hasta del mismísimo aceite de oliva (base, según Pla, de toda una civilización), cuyos sucedáneos locales suelen provocar la burla de cuanto español llega a la Argentina. Pero todo es consistente: nuestros intelectuales oficiales están muy lejos de pensar en la gastronomía, en el liberalismo y mucho menos en la felicidad, a la que identifican con postales de un pueblo homogéneo, obediente y agradecido por sus conquistas, al que no le preocupa en lo más mínimo la calidad de su alimentación. No sólo los chinos de Jullien adoran lo insípido.