Mi voz es un indicio. Aparentemente no dice nada, es más que sigilosa. Disfruto de la pausa que genera mi manifestación. Cesan las palabras que revolotean por el mundo dándole sentido a lo irremediable, prolíficas. Como máximo me adjudican una onomatopeya: shhhhh (la coincidencia con las iniciales de quien suscribe es pura casualidad).
A pesar de mi rotunda abstención de todo decir, muchos me interpretan. Hasta figuro en refranes, “quien calla, otorga”, por ejemplo. No es fácil acotar mi naturaleza a lo que mi naturaleza implica: mutismo. Es como si todos pretendieran sacar alguna conclusión de lo que no se dice. Me cuesta sostener el estoicismo. En tanto Silencio, parece que nadie respetara mi callada presencia. Si al menos hicieran caso a la sugerencia de Borges: “No hables a menos que puedas mejorar el silencio”.
En el amor me reduzco a los opuestos. O el silencio es bienvenido para el discurrir de los besos, o mi aparición determina finales por incomunicación de las partes; en las guerras me festejan cuando anuncio el cese del fuego, pero también soy la excusa de líderes para declararla.
Estoy en el título de una novela –quizá de las mejores para comprender la aberración del nazismo–, El silencio del mar, de Vercors. A pesar de ocupar un lugar terrible en la historia, permito a sus protagonistas manifestar el sentimiento indescriptible de la opresión.
También “las mentiras más crueles son dichas en silencio”, como propone Stevenson, y a su vez, “a los silenciosos no se les puede quitar la palabra”.
En este último tiempo soy noticia en los diarios. Aparezco en los titulares: “No se hablan desde hace tres meses”. Un presidente y una vicepresidenta. Aunque discreto, siempre vuelo alto… Y mientras ellos callan, yo crezco. ¿Seré silencio de los que separan o de los que reparan?