El otoño es mal visto. Metáfora del último tramo de la vida, hojas que caen, venerados verdes apagados, primeros fríos húmedos, el crujido de las ramas.
Todo parece nombrar lo que se acaba.
La jubilación en lugar del júbilo.
Y sin embargo... ¡Cuánto me esfuerzo en despojar a los vivos pilares (como llamaba Charles Baudelaire a los árboles) de sus viejas costumbres, incitándolos a la renovación! Muchos de ellos, solo desnudándose recobran el vigor del mejor vestido. Por otra parte, ¿no son bellísimas las tonalidades que invento? ¿Dónde hallar si no los ocres liquidámbar, el ginkgo amarillo, o el dorado de los fresnos? Por no mencionar a uno de mis protagonistas, siempre firme a la hora del cambio: el duradero roble.
¿Dónde hallar los ocres liquidámbar, el ginkgo amarillo, o el dorado de los fresnos?
A pesar de toda la orquestación de los colores, y los vientos amenos que propago, fomentando la caída cadenciosa, lenta, propagando rumores en el aire, y tendiendo una alfombra cromática única en la parte del planeta por el que me toca dar mi toque, me adjudican la metáfora de lo que se está yendo, la belleza perdida de los años. No anuncio la muerte, ni el olvido. Los poetas se aprovechan del aspecto rudimentario de los árboles para considerarme la estación de lo vivido. Hasta llaman “hojas muertas” a las más bellas que desparramo por si algún paseante contemplativo –los más considerados– la atesora dentro de un libro. Jacques Prévert tendrá sus motivos para los siguientes versos: “Las hojas muertas se recogen con una pala/ los recuerdos y las penas también./ Y el viento del norte se las lleva,/ a la noche fría del olvido”. Pero la realidad de mi estación no es la pérdida. Otoñalmente hablando, mejor descartar en las mudanzas (de estación, de etapas) aquello que más pesa. Aliviar el equipaje, como aconsejaba Antonio Machado, para que el futuro aflore, aunque sea tenuemente. Y no me refiero al color esperanza (verde ansioso, arrebatado) sino a los más sutiles de la experiencia.