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capitalismo y pandemia

El socialismo de los ricos

Se consolida el avance del capital financiero sobre la economía real, que hace aun más injusto el sistema.

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Marxmáscara... | Pablo Temes

Con el estilo incisivo que lo consagró, Thomas Friedman, el columnista del New York Times, escribió en enero un artículo titulado “Made in the U.S.A.: Socialism for the Rich. Capitalism for the Rest”. ¿Qué invoca este título, que suena a un oxímoron? Algo aberrante para la narrativa del capitalismo clásico: desde hace décadas, los gobiernos de los países desarrollados están salvando de la ruina antes a los grandes propietarios de medios de producción ineficientes que a los consumidores. Y este comportamiento alcanzó un record absoluto con motivo del Covid.

Friedman se centra en describir las ideas de Ruchir Sharma, que no es precisamente un intelectual de izquierda sino el director de mercados emergentes y estrategia global de Morgan Stanley. En un ensayo publicado en el Wall Street Journal en julio pasado, Sharma sostiene que los rescates de empresas por parte de los gobiernos socavan las premisas del capitalismo, provocando consecuencias letales para la competencia, la productividad, la innovación y el reparto de la riqueza.

 Antes de profundizar en el punto, Sharma parte de una premisa mayor: la sociedad moderna busca cada vez más la protección del estado frente a las recurrentes crisis del capitalismo. Por cierto, no niega la estricta necesidad de la intervención gubernamental ante desastres como el Covid, pero advierte, con sólido apoyo empírico, que si estas ayudas no son acotadas e inteligentemente dirigidas, provocarán lo que quieren prevenir: el estancamiento económico y el aumento de las desigualdades.

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El argumento de Sharma toca un tópico clave del debate académico y político actual: el avance del capital financiero sobre la economía real y sus consecuencias para la estabilidad del sistema. Argumenta que el salvataje indiscriminado de entidades financieras no se vuelca a la economía productiva, sino que termina favoreciendo a los accionistas de este tipo de empresas y de otras parecidas, cuyas características son el excesivo tamaño, la baja productividad y la concentración.

Afirma Sharma, sin tapujos, que “el dinero fácil aumentó el valor de los activos financieros, lo que beneficia principalmente a los ricos, avivando el resentimiento social por las crecientes desigualdades en los ingresos y la riqueza. No debería sorprender que los millennials y la Generación Z estén cada vez más desilusionados con esta forma distorsionada de capitalismo y digan que prefieren el socialismo. La ironía es que la creciente cultura de dependencia del gobierno es, de hecho, una forma de socialismo para los ricos y poderosos”.

Con una perspectiva similar, Mariana Mazzucato, ascendente economista del University College de Londres, escribe: “Durante demasiado tiempo, los gobiernos socializaron los riesgos pero privatizaron las recompensas: el público pagó el precio por restablecer el orden, pero los beneficios de ese reordenamiento han ido en gran medida a las empresas y sus inversores. En épocas de necesidad, muchas empresas se apresuran a pedir ayuda al gobierno, pero en los buenos tiempos exigen que se retire”.

Estos análisis explican buena parte de las protestas sociales de 2019, que atravesaron el mundo desde Irak a Chile. Jubilaciones exiguas, falta de oportunidades de trabajo e inequidad económica fueron entonces el mantra y el Covid aún estaba por venir. Lo que advierten reflexiones como las de Sharma y Mazzucato es que si los gobiernos no cambian su visión, estos problemas se agravarán después de la pandemia. En rigor, la acechanza es política antes que económica: se seguirá debilitando el apoyo a las democracias occidentales, con una evolución imprevisible.

Además de protestando, las sociedades expresan su angustia demandando, con cierta ingenuidad, un rol más activo del estado, lo que pone a los gobiernos bajo dos fuegos: las empresas quieren salvarse, pero la gente también. Es lógico, diría seguramente Sharma: ellos, como los ricos, aspiran al socialismo.

Los sondeos corroboran esa irónica presunción: según Gallup, el 53% de los norteamericanos cree hoy que las empresas pueden dañar a la sociedad si no son reguladas por el gobierno. Perciben a la economía privada como una amenaza, en consonancia con el estancamiento económico y el derrumbe del ingreso de los sectores medios y bajos ocurrido en las últimas décadas. En Europa y América Latina la tendencia es similar.

El resultado es un capitalismo sobre endeudado, recesivo y deslegitimado, con evidentes desigualdades no solo entre estratos sociales sino entre sectores de la economía. Las unidades productivas eficientes, más pequeñas e innovadoras, son discriminadas y condenadas a competir en desventaja; los jóvenes carecen de oportunidades y se hunden en la desesperanza; la desigualdad se abisma provocando la lacerante pobreza mundial, amplificada por el Covid. Es el capitalismo para el resto que expone Sharma.

Para concluir, podríamos preguntarnos cómo repercutirá esta situación en las renegociaciones de las deudas soberanas, una cuestión extremadamente sensible para la Argentina. ¿El mundo desarrollado será piadoso con un país zombi como este, extendiéndole los beneficios del socialismo de los ricos, o le bajará el pulgar como lo hizo a principios de siglo?

Sharma destaca dos razones que podrían favorecernos: por un lado, comentando el caso de Chipre, afirma que si se imponen los salvatajes, el dinero regresará a este tipo de países, bajo el supuesto de que volverán a ser salvados. Y por otro lado, acaso decisivo, sostiene que un default (como el que podría ocurrirle a la Argentina si no arregla) desencadenaría un contagio, arrasando “el castillo de naipes cada vez más frágil” de la economía internacional.

Por estos y otros motivos, entre los que hay que considerar el replanteo conceptual de la macroeconomía en el mundo, pareciera que la piedad se impondrá, beneficiando al país y al gobierno, a pesar de su pobre calidad institucional.

Si ocurre así, el logro habrá que adjudicárselo a Martín Guzmán, que conoce bien la problemática y posee los contactos, y a los Fernández por elegirlo. La Argentina ya dio señales al FMI: cursa un ajuste en el sistema jubilatorio que solo podía ejecutarlo el peronismo. Ahora aguarda que con módicos deberes la ola la arrastre.

La conclusión es agridulce y demanda lucidez. Por eso, conviene no comerse los amagues retóricos de Cristina, como hace tanto periodismo. Es más inteligente recordar la sinceridad de Néstor: no se fijen en lo que digo, sino en lo que hago. Al fin, ellos fueron desde el principio hábiles cultores del socialismo de los ricos.

*Analista político. Director de Poliarquía Consultores.