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annus horribilis

2020, antes y después

La sociedad y los gobiernos cifran su esperanza en las vacunas, más como un talismán que como una medicina.

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La pandemia generó un peligroso efecto dominó que pone en peligro a la democracia. | Pablo Temes

Dentro de tres días concluirá 2020, el año de la pandemia. Pocas veces hubo un lapso tan aborrecido, que haya recibido todo tipo de denuestos: desde el coloquial “año de mierda”, hasta el presuntamente culto “annus horribilis”, que según la insoslayable Wikipedia habría popularizado Isabel II en 1992, en ocasión del 40° aniversario de su reinado, para describir las desgracias acaecidas a los Windsor. Pero en 2020 la novedad fue la escala: no se trató del mal momento de una familia o un país, sino del pánico, el desastre económico y el súbito cambio de vida de miles de millones de individuos.

En ese sentido, podría afirmarse que esta pandemia constituye la primera catástrofe global. Por sus rasgos novedosos, no por la cantidad de enfermos y fallecidos, al menos por ahora. Es claro que si se los cuenta en este momento, el Covid-19 es superado por la gripe española; del mismo modo, si se compara la mortalidad que está ocasionando con la ocurrida en las dos guerras mundiales del siglo XX, el coronavirus tampoco prevalece.

Es difícil explicarlo. Ni siquiera la globalización informativa da cuenta del fenómeno traumático. La venimos experimentando desde el viaje a la luna a las torres gemelas. A la luna fueron astronautas, el atentado afectó a New York y Washington: puntos de inflexión de otra naturaleza comparados con el actual. Los protagonistas nos resultaban lejanos: ellos eran la noticia, nosotros los espectadores. Había menos resonancia e involucramiento. El eco podía disiparse apagando la radio o la televisión.

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2020 resultó distinto. El eco fue omnipresente, el cuerpo y la percepción no pudieron sustraerse de él. El Covid no solo se contagia, sino que se replica permanentemente y en forma abrumadora por todos los medios que existen, disponibles en los teléfonos inteligentes las 24 horas de los 7 días de la semana. En esa situación, a la transmisión del virus debe sumarse la “infoxicación”, el neologismo que describe la alienación provocada por la sobrecarga informativa.

El flujo comunicacional actual arrasó un orden inmemorial: no transcurre de emisor a receptor, sino que todos pueden ser emisores y receptores; no posee jerarquías ni legitimaciones ampliamente reconocidas; es fácil de implementar, debido a las herramientas tecnológicas masivas. Esto también lo conocíamos. Pero transcurría en un plano relativamente indoloro. Antes de 2020 semejaba un juego de verdades y mentiras, acaso inofensivas.

Esta vez, en cambio, el aquelarre mediático giró en torno a los temas más evitados de la cultura: la enfermedad y la muerte propias.  A partir de imágenes chocantes, como las que mostraban camiones militares trasladando cadáveres por las calles de Bérgamo, el terror dominó a la humanidad: en alguno de esos innumerables ataúdes podíamos estar nosotros con solo descuidarnos. Y más aún si éramos viejos o teníamos la salud deteriorada. Después la casuística, aunque fuera improbable, ya no salvó a nadie: también podían morir los jóvenes.

A esa altura, la religión, la ciencia y la ficción convergieron: el virus se convirtió en el representante del mal, capaz de matarnos a través del aliento de los otros. Para eludirlo hubo que implementar complejos y tortuosos rituales de distanciamiento e higiene, que transformaron la vida cotidiana, no sabemos si para siempre. Relatando el inesperado flagelo, se abusó de la metáfora de la guerra contra un enemigo invisible. En 2020, el belicismo sanitario, el T.O.C. y el recelo hacia los demás alcanzaron escala planetaria. La cuestión fue no terminar entubados.

Lo que causa conmoción es que el virus se alojó en los cuerpos, no en las computadoras

Como les sucede en esta época, los gobiernos corrieron detrás de los acontecimientos. Asesorados por epidemiólogos, decretaron el encierro masivo de la gente, a la que sometieron a un terrible desgaste sin que quede claro aún el balance de pérdidas y ganancias. La primera respuesta de las sociedades fue el apoyo, creyendo que las autoridades científicas y políticas conjurarían la peste. Pero luego siguió el desgaste y la desilusión.

Así, el Covid desnudó la ausencia de liderazgo mundial. Las clases dirigentes están especializadas en el poder, perdieron la sensibilidad para entender a las personas comunes y sus necesidades. El sistema económico profundiza la orfandad: el capitalismo se ha convertido en una máquina desbocada de especulación, consumo, depredación de la naturaleza e injusticia. La política capitula ante ella, y cuando eso sucede se salva el estamento que la conforma mientras se hunde la sociedad. El Estado no logra torcer ese destino.

Probablemente 2020 será irrepetible, al menos en un sentido: en su transcurso perdimos la inocencia de creer que el drama le ocurre a los otros. Al vecino, al que no se cuida, al indolente. La convicción burguesa de que tomando precauciones nos preservaríamos no alcanzó. Las nuevas olas confirman nuestra inseguridad, profundizan el carácter vulnerable de la existencia personal y social. No podemos distendernos, el virus permanece en el aire. En nuestro interior una certeza básica se quebró, tal vez de modo irremediable. 2020 es un antes y un después.

Pero aquí no termina. Con motivo de la pandemia, la realidad -y las amenazas que conlleva- se presentó de un modo al que nos habíamos desacostumbrado como integrantes de un clase media anestesiada por el consumo, la tecnología, el hedonismo y la relativa seguridad. Paradójicamente, el capitalismo, mediante transacciones e intercambios, nos proveía de una suerte de inmunidad de rebaño existencial, más ilusoria que real, que se deshizo debajo de nuestros pies en 2020.

Este año los estratos medios y altos redescubrieron la realidad en su versión más cruda y porosa, algo que para los pobres forma parte de la vida cotidiana. Como escribió el difundido ensayista Byung-Chul Han: lo que causa conmoción es que el virus se alojó en los cuerpos, no en las computadoras.

Esa novedad obligó a reactivar el músculo de la resistencia, aletargado por el discreto encanto de tener un trabajo aparentemente estable, de comprar, de viajar, de devorar series, de mirar todo el día la pantalla del celular, de amar y desamar sin que el cuerpo quede comprometido. Una lección que no se sabe si aprenderemos.

Ante el desastre, la sociedad y los gobiernos cifran su esperanza en las vacunas. Pareciera sin embargo que no las aguardan como una medicina sino como un talismán. Según el diccionario este término significa “objeto, a veces con figura e inscripción, al que se le atribuyen poderes mágicos”.

Podríamos preguntarnos, con Borges, de qué nos servirán los talismanes. Pero antes alcemos las copas, esperando tiempos mejores.

*Analista político. Director de Poliarquía Consultores.