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vida simbólica

Elogio del lujo

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Tienda. Una marca francesa que representa los productos exclusivos. | cedoc

El hombre es el animal lujoso”, proclamaba un Nietzsche más dionisiaco que apolíneo con su sagacidad habitual en El nacimiento de la tragedia, un animal que necesita exhibir más de lo que estrictamente garantiza su mera supervivencia, un ser por completo excedentario con respecto a sí mismo, excesivo incluso, un quien tensionado a ir siempre más allá de sí, de sus propios límites, de la tierra de lo obvio y mecánico, de lo predecible y predestinado, un ser libre pues –también lo afirma Nietzsche– “el hombre es el único ser capaz de resistir a un estímulo”, “el ser no fijado” o, mejor aún, el ser cuya única fijación es ir siempre más allá de lo fijo, de cuanto lo esclaviza y lo ata a lo meramente animal, el ser festivo por antonomasia, “el animal que baila” y “cuenta historias”.

Tal vez por eso, por nuestro mundo timorato y tantas veces cobarde, de un ascetismo falso y sin alma, nos sentimos obligados moralmente a condenar todo aquello que consideramos superfluo, irrelevante, innecesario, lujoso, en fin, y apostamos a una modestia expresiva que tiene más de grandilocuencia oblicua (e inversa) que de verdadera humildad.

La humildad es algo bien distinto, y aunque no lo parezca, y definitivamente no lo parece, en modo alguno se opone al lujo, sino al exhibicionismo ostentoso (y estentóreo), a cuanto no nos ennoblece como seres definitivamente simbólicos, sino que nos degrada al relegarnos a un mundo precario e indistinto, uniforme, árido, en el que presumimos que ser simples es lo mismo que ser sencillos.

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Como la humildad, también la sencillez es algo bien diferente, es lo propio de quien es uno y único, de quien no anda vertido fuera de sí mismo, di-vertido, sino más bien seguro de su autenticidad, diferente y original, pues ser original es tener-se a uno mismo en el origen, en el principio, en el arjé, tal cual afirmaban los griegos: la originalidad es una arqueología del yo.

Aunque no lo parezca, la humildad en modo alguno se opone al lujo, sino al exhibicionismo ostentoso

Los animales no son lujosos, y no lo son primordialmente por carecer de vida simbólica, son siempre iguales a sí mismos, fijados en el instinto, son los seres completamente predecibles, unívocos y no espontáneos, automáticos que no son libres, y es de manera precisa esa carencia de libertad, y que ellos sí no puedan resistir a un estímulo, cuanto los hace incapaces de lujo alguno, de exceso, del don del regalo, de la estrella de la contemporaneidad pues, carentes de tiempo propio (que ya es una forma de lujo), carecen también de tiempo para compartir, de historia personal apropiada, esto es, de biografía.

Cuestionar el lujo no es arremeter contra el dispendio, pues todo dispendio es fruto de una gracia que se entrega. Cuestionar el lujo no es celebrar la pobreza, pues incluso en la pobreza –si no es extrema– caben la creatividad y la innovación. Cuestionar el lujo es atentar contra la dimensión celebratoria de la existencia, contra lo que tiene de luz y promesa, contra la posibilidad gratuita de compartir el exceso simbólico que nos hace genuina y realmente más humanos y siempre superavitarios con respecto a nosotros mismos.

* Profesor de Ética de la comunicación de la Escuela de Posgrados en Comunicación de la Universidad Austral.