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La ley del arte

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“No puedo más”, dice el alma de alguien, pero sigue. Ese es el ejemplo de Rembrandt Harmenszoon van Rijn. La lenta expansión de su talento (o de su genio) y la creciente consunción de sus bienes, la destrucción de su honra y su fortuna en el remolino de sus catástrofes vitales. “No puedo más, tampoco yo, y no sé si puedo seguir”, dice la sombra de un pájaro carpintero taladrándonos el cerebro desde el esquivo reflejo azul en la ventana. ¡Rembrandt!

Los entendidos aseguran que su arte puede dividirse en tres períodos: juvenil, maduro y tardío, o del estilo postrero. El primero es teatral, como si el pintor inmaduro quisiera imponerles situaciones extrañas a sus personajes, colocándolos en posiciones agitadas y declamatorias que probablemente anticipen las agitaciones de las revoluciones burguesas. Las bóvedas que los enmarcan son amplias y sus figuras aparecen comparativamente pequeñas, mientras que la alternancia entre la luz y la sombra es violenta.

En el segundo período, de madurez, la luz ya no recorta sino que rodea las figuras y las cosas, la composición es simétrica y toda agitación externa ha cesado. En los retratos, la vivacidad de la expresión se atenúa y las miradas se pierden en la lejanía o en el soslayo, apuntando a la introspección o a cierto retiro íntimo. Pero el que nos importa es el tercero, el período tardío, en el que, a contrapelo con el inicial, el ambiente se funde con el fondo y los cuerpos pierden peso y concreción, como si la creciente oscuridad reinante estuviera absorbiendo secretamente su materia. ¿Es una representación discreta del cortejo de la Muerte? No necesariamente, porque la luz trama su disputa, no cae sobre los personajes y las cosas desde el exterior. Al contrario, parece brotar del interior de los cuerpos como una claridad íntima y misteriosa que disuelve las formas y quiebra los contornos en medio de una acción que tiende a desaparecer para dar paso a la revelación de estados de ánimo. ¿Es entonces una representación discreta de las promesas de inmortalidad que depara la fe? ¿O se trata de la revolución burguesa como programa realizado ya no en el cielo sino en la tierra? Lo que se destaca es la profunda introspección: ya no importa si la mano es linda o fea, si tal rodilla o codo participa de los atributos atribuidos a Venus o a Apolo. El Ser ocupa todo el espacio, se ha vuelto objeto íntegro del artista, ocupando la encarnadura de seres vulgares, familiares (padre, hermanos, hijos, nietos, vecinos). Rembrandt se niega a refinar o corregir las formas creadas. Es una especie de místico de barrio. Se duda si fue católico o menonita, y se sospecha, por su obra, que conoció la de Baruch Spinoza, que vivía a pocas cuadras de su casa de Amsterdam: compartían, en todo caso, un cierto panteísmo que celebraba la transmutación en espíritu de la materia, y a lo creado en manifestación fragmentaria, incompleta, de lo divino. ¿Cómo, si no, sublimar la triste realidad de una forma y conseguir que esplendan sus colores? Acepta que los seres y las cosas no son bellos ni feos, buenos o malos, sino de diversa medida o extensión y variable contenido espiritual. Lo extraordinario es que esa transfiguración pictórica no se realiza solo en el combate de las luces, que envuelven a los cuerpos o emanan de ellos, con las tinieblas. Si bien ese es el recurso más evidente, hay otra operación más ardua aun, que puede pasar inadvertida pero que sostiene todo el andamiaje de su tarea. En esa operación, la realidad existente está dada de antemano y por eso sus personajes no son ideales sino vulgares y sus formas son realistas, así como sus atavíos, pero la sustancia de que están hechos es puramente pictórica y no pretende ilusionar al espectador con la ficción de que el pelo es pelo y la carne es carne, sino representarla: el espíritu es la materia misma del óleo.

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Como semblanza, acá podríamos terminar: Rembrandt pasó de los ornatos suntuosos y completamente exteriores con los que vestía a parientes y amigos para representarlos después como personajes mitológicos e históricos, al artista crepuscular que ejecutó más de sesenta autorretratos en los que examinó su propio ser, y finalmente arribó al Rembrandt sonriente que comprendió algo que no puede explicarse y que pintó el año mismo de su muerte.