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miradas oblicuas

Populistas shakesperianos

La negación de Trump ante su derrota evoca personajes del célebre autor, líderes que deben controlar todos los poderes del Estado.

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'... To be or not to be...' Donald trump | Pablo Temes

Lleno de ira y empecinado en negar los hechos, Donald Trump pasa sus últimos días en la Casa Blanca. Una crónica de Peter Baker, el corresponsal del New York Times en la sede del gobierno, lo describe: vomita tuits, no trabaja, desatiende las crisis sanitaria y económica, solo se reúne para considerar su estrategia judicial, ya refutada por los tribunales.

Está obsesionado en recompensar a sus amigos y destruir a los que considera desleales, que son una multitud: los que no lo votaron, los jueces y funcionarios que lo desahuciaron, los diarios y cadenas de televisión que lo enfrentaron.

La negación de la realidad, el aferramiento al poder contra todas las evidencias, la convicción de haber sido víctima de un complot, el odio reconcentrado, el desprecio a la ley, antes que a un presidente moderno evocan a un personaje literario del pasado, infiere Baker. No es una observación original la del cronista, sino la reiteración de una clave interpretativa, que ha llevado a sagaces académicos y periodistas a comparar al presidente norteamericano con los reyes de los dramas históricos y las tragedias de William Shakespeare.

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Entre los aportes más interesantes a esta saga, se cuenta el libro El tirano: Shakespeare y la política del profesor de Harvard Stephen Greenblatt, traducido al español, y hace pocos meses Shakespeare and Trump de Jeffrey R. Wilson, también de Harvard. A estas brillantes contribuciones hay que agregar trabajos académicos y artículos periodísticos donde se discurre, entre otros tópicos, si Trump es más asimilable a Ricardo III y Lear, por sus abusos, o a otros como Ricardo II, más lírico, aunque igualmente arbitrario, narcisista y destructivo.

Greenblatt sostiene que para evitar la censura de la época, el Bardo adoptó una mirada oblicua: la escena debía ubicarse lejos en el tiempo y las analogías con el presente tenían que descubrirse entrelineas. A pesar de la prevención, el dramaturgo se aseguraba repercusión y simpatía. Como los clásicos, su trabajo fue dar vida a estructuras de personalidad e instituciones universales, que así como despertaban eco en sus contemporáneos, llegan a nosotros con incisiva frescura. Para que eso ocurra, los populistas de hoy deben repetir los desvaríos de los monarcas medievales, lo que es tan escandaloso como cierto.

Según afirman las reseñas, Greenblatt emuló a Shakespeare, adoptando una mirada oblicua. Nunca cita a Trump, pero los parecidos son evidentes. Dice de uno de los personajes de Enrique VI, el rebelde y sanguinario Jack Cade, que su promesa era hacer a Inglaterra grande otra vez, como el magnate prometió a los norteamericanos.  Se detiene en ese personaje, un emblema del populismo: defensor de los pobres, pero antes que eso de su ignorancia, lo que facilita la dominación. Rescata pasajes burlescos del drama, mostrando que para Cade los que sabían leer y escribir eran traidores. Condena por eso a un notario a la horca, exclamando: “Cuélguenlo, con la pluma y el tintero alrededor del cuello”.

El enfoque de Jeffrey Wilson es ligeramente distinto: si bien se detiene en muchos pasajes de Shakespeare, mostrando las semejanzas con Trump, indaga también otros aspectos, como las desopilantes adaptaciones del dramaturgo hechas por Steve Bannon, algunos actos de campaña francamente surrealistas y episodios de House of Cards que recuerdan escenas de los dramas del inglés.

El Trump de Wilson es calidoscópico, como los personajes de Shakespeare. Pero acaso el atractivo, que une el pasado de estos con el presente, se cifra en una identificación irresistible. El académico afirma que Trump “convierte su desprecio por la ética de un pasivo en un activo, al proclamarlo sin pedir disculpas, presentándose a sí mismo como la encarnación de nuestros propios deseos descontrolados… Cuando el estafador explica la estafa abiertamente, genera una ilusión de valor y poder en alguien que de otro modo podría ser un oponente, pero que cuando se le involucra en la estafa se convierte en cómplice”.

La patología de la personalidad de Trump es arquetípica, como lo son los textos con los cuales se lo compara. Por eso su desquicio lo excede largamente: Shakespeare no solo está en la Casa Blanca, frecuenta con su troupe muchos palacios de gobierno e institutos con nombres patrióticos. Los que se vuelven tiranos, aunque hayan empezado como gobernantes legítimos, poseen algunas aspiraciones en común: no perder nunca el cetro, convertir la estafa en una épica, doblegar a sus enemigos, ser un ejemplo. Más que la absolución, pretenden la consagración de la historia.

Una distorsión fatal de la alteridad distingue al populista shakesperiano. Se expresa en el vínculo con los otros y con la ley. Reformula las reglas de juego, interpretando un ajedrez trágico, donde es el único autorizado a elaborar estrategias e impulsar las piezas. Así, el adversario deviene en enemigo, porque sus movimientos son ilegítimos y solo están destinados a agraviarlo. El otro límite lo constituye el derecho: impersonal barrera que puede incriminarlo, impidiendo sus designios. Son estratagemas inaceptables: la realidad debe inclinarse ante él (o ella).

Escribe Greenblatt, evocando a Leontes, el rey de Sicilia de El cuento de invierno: “Un tirano no necesita basarse en hechos reales ni presentar pruebas. Da por supuesto que una acusación suya debe ser suficiente. Si dice que alguien lo ha traicionado, o que se ha reído de él, o que lo espía, así tiene que ser”. En la tiranía antigua, como en la moderna, el poder personal desplaza a la legitimidad: el líder se confunde con el Estado, manipulándolo a su antojo. No alcanzará el éxito ni se sentirá seguro hasta no conquistar los tres poderes. Ningún cortesano deberá impedírselo.

Pero los dramas políticos no solo se construyen con Ricardo III, Macbeth o Lear, notorios psicópatas. Sino también con Bruto, el verdugo que estimaba el bien común, o con el vacilante príncipe de Dinamarca. A través de ellos, la ambigüedad irrumpe en la escena, resolviéndose con un magnicidio, como en Julio César; o mediante una postergación indefinida de las decisiones, como le sucede a Hamlet.

Trump se despide contrariado de la Casa Blanca. Peleando contra fantasmas e imaginarias conspiraciones, su drama llega al último acto. Podrá clamar como Macbeth, “No me voy a rendir…probaré hasta lo último mi suerte”. Pero su destino está escrito, ya no hay demanda que lo tuerza.

En una casa de otro color, en un lejano país sudamericano, una fórmula contiene en perpetua tensión a un presidente indefinido y a una líder autoritaria, que regresa por el bronce. El pueblo permanece en vilo, aguardando una definición.

No se pidan nombres ni vaticinios. Como la de Shakespeare, esta es una mirada oblicua.

 

*Analista político. Director de Poliarquía Consultores.