COLUMNISTAS
propiedad privada

La república no alcanza

Las tomas y ocupaciones han sacado a la luz el desequilibrio entre libertad individual e interés social.

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Domus. | pablo temes

La cuestión de la propiedad privada, que se ha actualizado en el país a partir de la toma de tierras, es un tema clave, debatido en Occidente desde hace siglos. La noción de propiedad abarca un amplio espectro, que va desde el sentido común hasta la configuración de los sistemas económicos. Escuelas filosóficas la defendieron a ultranza, mientras que otras la combatieron o relativizaron. Se jugaron en esas disputas valores e intereses significativos, defendidos con tenacidad intelectual.

Al contrario, los debates actuales, fuera de los ámbitos académicos, son de una incultura manifiesta y de una pobreza desconcertante. Repiten lugares comunes, relatos políticos polarizados, fake news y editoriales de los diarios y la televisión militantes. A partir de ese aquelarre surgen discursos atrayentes, aunque falaces, para conformar a los que están a favor o en contra eximiéndolos de pensar.

No obstante, cuando se examinan las discusiones históricas sobre la propiedad privada, desde que el capitalismo se impuso como práctica cultural, se encuentra un rasgo interesante: pocas corrientes intelectuales y políticas la impugnaron en forma absoluta, fuera de las visiones sectarias e iluminadas. Hubo muchos matices. Incluso el marxismo no pudo eludir el tema de la propiedad cuando a los discípulos de El capital les tocó gobernar y no teorizar. 

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En rigor, las discusiones no versan sobre la esencia sino sobre las contingencias de la propiedad privada. Entre ellas, cuál es su función, su uso adecuado o su extensión. Algunos pensadores, provenientes del liberalismo y el socialismo, se abocaron al asunto, sin atarse a los dogmas de su propia escuela. En épocas de grieta es aleccionador volver sobre ellos, cuyas visones respondieron al interés en una buena sociedad más que a la solidaridad con sus iguales. Se salvaron de Twitter aunque pagaron con el desprecio porque la honestidad intelectual tiene costos.

Los debates actuales fuera de los ámbitos académicos, son de una incultura manifiesta y de una pobreza desconcertante

Me detendré brevemente en dos de estos desprejuiciados: Joseph Proudhom, el socialista devenido anarquista, y John Stuart Mill, el liberal utilitarista. No pudieron tener un origen más desigual: uno fue hijo de una humilde pareja de campesinos franceses; el otro, tuvo un padre intelectual y nació en una acomodada familia londinense. Ambos, sin embargo, poseyeron una pasión común: el profundo amor a la libertad y la convicción de que en torno a ella se construiría una sociedad mejor.

La posición de Proudhon sobre la propiedad privada no le hace justicia. Su célebre proclama “la propiedad un robo” sepultó para la posteridad el discernimiento con que enfocaba el asunto. En realidad, su preocupación fue el equilibrio entre la posición privada y el derecho colectivo, que la propiedad irrestricta e improductiva alteraba. Debía garantizarse la propiedad privada de la tierra y aun la herencia, pero solo para los que la hicieran proliferar. Con Saint Simon, Proudhon creía que la sociedad debía organizarse en base al trabajo, no a la especulación.

Stuart Mill, un liberal de frontera como se lo ha llamado, no estaba lejos del francés. Reformista, defensor del cooperativismo y la educación popular, arremetió contra la idea esencialista de la propiedad –“la propiedad es sagrada”– para puntualizar que era un derecho individual que sin embargo no podía entorpecer la equidad social. La cuestión para Mill como para Proudhon fue la ecuanimidad entre libertad y justicia que posibilitara una sociedad armónica. Un socialista libertario y un liberal con ideales sociales modelados antes por la sensibilidad que por la ideología.

El desequilibrio entre libertad individual e interés social, anticipada por estos clásicos, posee otra manifestación que quisiéramos mencionar aquí, acaso para ayudar a pensar a los que con cierta ingenuidad proclaman en las calles la defensa irrestricta de la república. Hablamos del desfasaje entre las cuestiones constitucionales y el orden económico. O, con más precisión, de la vigencia de las constituciones políticas en contextos signados por severas desigualdades económicas.  

¿Qué queremos decir? En un lúcido artículo sobre las precondiciones económicas de los diseños constitucionales, Roberto Gargarella consigna un testimonio que responde esta pregunta. Pertenece a Ponciano Arriaga, un constituyente mexicano de 1857, que consideró que el pueblo de su país no alcanzaría a ser “libre ni republicano, y mucho menos venturoso por más que cien constituciones y millares de leyes proclamen derechos abstractos, teorías bellísimas pero impracticables, como consecuencia del absurdo sistema económico de la sociedad”.

Un desplazado de Guernica compra sin papeles un terreno por 50 mil pesos a un peruano que le dijo que esa era “una toma ganada”. Una mujer apremiada por la policía empuja un carro con su marido y siete hijos; no les queda nada, volverán pronto a vivir bajo un puente. Otra baña a sus hijos en un bar, porque aunque es pobre quiere que estén limpios. Las mafias los explotan, la izquierda los manipula, el Estado les promete pero les falla. Y el Covid les quita las pocas changas que quedaban. Hablarles de las bondades de la Constitución es una afrenta para ellos.

La propiedad privada es indiscutible, forma parte de las aspiraciones humanas elementales y constituye un fundamento de la organización política y económica. Pero en capitalismos absurdos como el argentino tal vez no deba considerársela un derecho absoluto si es desmesurada o improductiva. Por eso, el poder y la sociedad no pueden dormir tranquilos porque se liberaron las ocupaciones. Y menos todavía celebrarlo, con ingenuidad o insidia, como un triunfo de la república. 

Si no se entiende la naturaleza del problema, las tomas volverán y las proclamas como la de Grabois continuarán alimentándose. Porque todo relato de salvación se nutre de la injusticia, como enseñaron los profetas de Israel. Las constituciones se dictan para asegurar los derechos y obligaciones de los ciudadanos. Pero el requisito es que haya ciudadanos. Con la mitad de la población en la pobreza, una inflación galopante y un déficit de vivienda enorme no hay república que alcance.

Se vuelve a hablar en estos días de un amplio acuerdo político. La dificultad es que fue convocado mediante una carta tramposa y respondido con un republicanismo abstracto y petulante. Seguramente el acuerdo constituye el único camino, aunque no podrá alcanzárselo con ex presidentes que la población rechaza. La urgencia de la injusticia y la impotencia de la Constitución quizá faciliten que nuevos liderazgos se atrevan a lograrlo. 

 

*Analista político. Director de Poliarquía Consultores.