A cuatro días de la muerte súbita, aunque anunciada, de Diego Maradona casi todo se ha dicho sobre él y sus circunstancias. Varios fueron los géneros y los enfoques adoptados por los miles de comentarios que circularon por los canales mediáticos. En primer lugar, los panegíricos, unos expresados con inteligencia y pluma sensible; otros, cargados de adjetivos grandilocuentes que se conjugan bien con el perfil de un héroe popular.
A medida que pasaron las horas y se constató que el escándalo que signó su vida seguiría hasta el final, a las alabanzas fúnebres le siguieron los doloridos análisis sobre la identificación del ídolo caído con el país al que perteneció. Entonces, el célebre “Argentina, Maradona”, que nos abrió las puertas del mundo en las últimas décadas del siglo pasado, se transformó en la comprobación de un destino decadente y fatal.
Otra variante fue la saga policial, cuya intriga nos acompañará por muchos días: cómo y a qué hora murió, quién lo vio por última vez, si había tomado alguna sustancia, por qué unos dicen que aún estaba vivo al amanecer y otros que ya había muerto. El género policial empalmó con el escabroso: empleados de la cochería se sacaron fotos con el cuerpo inerme violando la intimidad del muerto.
Luego, la fisura política ocupó la escena a partir de una lamentable decisión del gobierno, que sin embargo Maradona acaso hubiera deseado: velarlo en la Casa Rosada, con cuyos ocupantes él se identificaba. Este desvarío provocó una caricatura casi trágica: 75 años después, las embrutecidas e irresponsables barras bravas invadieron el patio de las palmeras, contrastando con los pacíficos y humildes seguidores de Perón del 17 de octubre de 1945. Pueblos eran los de antes.
Finalmente, las redes agregaron su sello característico a los géneros de la despedida, esta vez con creatividad y pocas agresiones. La vulgata nietzcheana fue el recurso, que se convirtió en clamorosa tendencia: Dios ha muerto recién ahora, no hace más de una centuria cuando lo decretó el filósofo. Porque Dios nos pertenece, disponemos de él. Como siempre lo supimos, es argentino.
¿En qué consiste la naturaleza de este dios vernáculo que un país lejano e impotente le legó a la cultura posmoderna? La celebridad teológica, que fue y será Maradona, forma parte de una generación, entre deslumbrante y desgraciada, con muchos representantes conmovedores, trasgresores e inolvidables. Describiré al ídolo con un adjetivo que encierra tres dimensiones: la imagen televisiva, la religiosidad ecuménica, la existencia caótica. Porque Maradona fue un dios polisémico.
Su carrera se inicia en la época de los antiguos televisores, hoy inconcebiblemente grandes e incómodos. Pertenecían a la primera generación de receptores de imágenes, acompañados por un tormento cotidiano, que recuerdan los de mayor edad: las antenas colocadas en las terrazas, a las que se orientaba a gritos hasta que la imagen se distinguiera sin fantasmas, en un blanco y negro borroso e inestable. Había que esforzarse para ver los partidos.
Con esa precaria tecnología, los argentinos descubrimos y celebramos por primera vez al joven Maradona, que al cabo de gambetas memorables se alzó con la copa del mundo juvenil en 1979. Había mostrado su extraordinario talento y estaba a punto de dar el salto a la fama mundial. Lo haría junto con la evolución técnica de las imágenes: pronto su arte iba a verse en colores y mejor definición, cuando el progreso sepultó la gama de grises y las endiabladas antenas. Así lo contempló el mundo, haciéndole a los engreídos ingleses dos goles famosísimos, que lo inmortalizarían: el mágico y el tramposo. Uno con los pies y el otro con la mano. Las extremidades de dios.
Si la televisión fue la tecnología que visibilizó a Maradona, la sociedad del espectáculo fue su contexto sociológico. Guy Debord escribió que el espectáculo “es el sol que no se pone jamás en el imperio de la pasividad moderna. Recubre toda la superficie del mundo y lo baña indefinidamente en su propia gloria”. La imagen es el instrumento de la escisión espectacular entre esencia y apariencia. El capitalismo progresa en su alienación: del ser al tener y del tener al parecer.
Narra la crónica de sus últimos días que Diego le habría dicho a su entorno: estoy cansado de ser Maradona, quisiera tomarme vacaciones de él. Acaso la muerte fue el único modo de huir del personaje que la imagen había consagrado. El carisma lo atrapó, nunca pudo regresar del parecer. Quizá ya nadie lo contemplaba en su íntima realidad, una vez privado de la mirada de sus padres, a los que quería regresar.
Podría pensarse que esa fue su gloria y su tragedia: ser irremediablemente visto, sin ser mirado, como Fredy Mercury, Alberto Olmedo y tantos otros. Imagen en la televisión, desde la apilada de México hasta la enfermera que lo acompañó en el mundial del 94 a purgar su doping e iniciar el ocaso. “Argentina, Maradona” resultó la consecuencia impresionante de los medios de comunicación globales de fines del siglo XX, cuando por primera vez el mundo posó su ojo mediatizado en un compatriota.
Maradona fue un dios ecuménico, porque fundó una religión laica e imaginaria que sintetiza lo universal y lo particular, lo histórico y lo actual, lo profano y lo sagrado, el pase milimétrico y la pasión inconmensurable, cancelando divisiones y enfrentamientos. Bajo el templo maradoniano del adiós, dos hinchas de Boca sostienen a uno de River, quebrado por el dolor.
Y fue también un dios caótico, porque así resultó su vida y así concluyó. Invariablemente rodeado de rencillas, desorganizado, sin mesura, entre tierno y agresivo, adicto irremediable en permanente e infructuosa recuperación. Populista irredento para horror de los republicanos; consumidor frenético para alegría de sus proveedores. Autodestructivo y tan vital. Padre prolífico que por años se negó a reconocer la prole, hasta abrazarse con ella, reconciliado.
Como al final de las novelas o de las obras de teatro, cuando cae el telón y se cierra el libro, sabemos que la realidad se impondrá. Pasó la fascinación del argumento, del que quedará un recuerdo al que de a ratos podremos retornar, aunque no será lo mismo. Volvamos a ponernos el barbijo, a angustiarnos por la falta de trabajo, a pensar que tal vez no tendremos vacaciones, que el país nos deprime, que el mundo nos asusta. Que no perdemos las esperanzas.
Maradona se durmió, nosotros debemos despertar.
*Analista político. Director de Poliarquía Consultores.