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El talentoso señor Edwards

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| Cedoc

Mi hermano Juan y yo somos fanáticos de la poesía de Rodolfo Edwards. El verano pasado, después de cocinar algo en lo de mi viejo, café de por medio, nos sentábamos uno frente a otro y leíamos poemas de su último libro, El campeón del baile suelto. Era una forma hermosa de pasar la tarde frente al ventilador asmático. 

Me acuerdo que conocí a Edwards cuando él dirgía una revista en la cual escribían versos varios poetas emergentes de comienzos de los 90. Los poemas de Edwards estaban a años luz de los demás. Su cóctel de influencias: el sencillismo de Fernández Moreno, todo Nicanor Parra, César Fernández Moreno, Dante –me acuerdo sus poemas de amor perdido a una tal Beatrice Raffo– y de fondo su peronismo febril: en vez de dolce still nuovo, era el duce still nuovo. 

Los poetas populares como Edwards son muy sofisticados. Abandonaron la idea de vanguardia para forjar canciones que son la más maravillosa música. En El campeón del baile suelto hay miles de gemas: “Me pongo ropa de luchador/ y enfrento a los adverbios de tiempo/ que se me vienen/ de a cuatro/ de a cinco”, dice en un poema llamado “Catch”. Mi hermano me retrucaba con este otro: “Tal vez el talento consista/ en escribir siempre/ sobre lo mismo/ de todas las maneras imposibles”. No reíamos. A mi me encanta este, le digo: “El tipo del espejo/ me pasa la tuca de los años/ con una gran sonrisa ortopédica”. Mi hermano aplaude. ¿Y éste? “El papel picado se congeló/ y ahora cae como nieve/ sobre la ciudad vacía”. Muy bueno, dice Juan, escuchá: “Ladra un perro/ en el fondo de la noche/ y parece una explosion atómica”. Me hace acordar –le digo– a estos versos de Eliot: “Asi es como termina el mundo, no con una explosión sino con un sollozo”. Entonces los dos leemos a coro este poema que nos emociona: “Andando por la calle/ un hombre invisible/ me tocó el hombro/ y me llevó abrazado/ como media cuadra:/ era mi viejo/ con salida transitoria del cielo.”

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