Hace poco la maestra de mi hija le comentó a mi mujer que Anita “inventaba” cosas, como que el padre le decía que la Patria no servía para nada o que el Himno Nacional no le interesaba. Guadalupe me lo contó al pasar en una cena y yo me quedé callado. Suelo llevar y traer a mi hija del colegio y ella es una máquina de preguntar cosas : “¿Quién se va a ir al cielo primero? ¿Vos o mamá?” “Papá, si la Patria no existiera, ¿nos dominarían los realistas?”. Yo, según mi ánimo, mientras manejo le contesto lo que venga. Es un peloteo intenso y soy un mal tenista. Un día le dije que para mí la Patria era San Lorenzo y ella me dijo, muy precisa: “San Lorenzo es tu club, no la Patria”. Una noche de hace mucho tiempo mi viejo me dijo: “¿Vamos a ver una película de ciencia ficción donde mueren todos y el único que se salva es un hincha de San Lorenzo?”. La película era La carretera, basada en una novela notable del norteamericano Cormac McCarthy, y el protagonista, “el hincha que se salvaba”, era Viggo Mortensen. Me reí, me llamó la atención la peculiar manera cuérvica de ver el mundo que tiene mi viejo. Mucho tiempo después, hablando con Mortensen, él me preguntó: “¿Te diste cuenta de que en el final de la película, cuando mi personaje muere, se ve que las medias que usa son de San Lorenzo?”. No, no me había dado cuenta. Y después me dije: este tipo está chalado, igual que yo.
¿Qué es lo que hace grande a un club? Grande no de una manera pesada, capitalista, sino intensa, vertical, espiritual? Hay clubes que no ganaron, como diría Chilavert, nada o muy poco y sin embargo, son inmensos. Porque desarrollan una mística que se convierte en un combustible difícil de conseguir. Acabo de ver un cortometraje que se llama Boedo 2108, protagonizado por Martín Cutino. Me produjo una emoción épica. El argumento también –como la peli de Mortensen que quería ver mi viejo– es post apocalíptico. Queda vagando por un Boedo devastado –¿por un virus? ¿por un terremoto? ¿por una guerra? ¿por un error dirigencial?– un hincha solitario. Este encuentra entre los escombros primero alimento material, para comer, unas latas de conservas. Y después alimento espiritual: una valija donde adentro alguien dejó envueltas camisetas del Casla, diarios con efemérides del club y una pelota desinflada. En medio de esa desolación el último hincha cuervo toma una decisión afirmativa: cuelga las remeras de unos palos –parecen espantapájaros– y patea un penal contra un arco herrumbrado. El grita gol, yo grito gol en mi casa con los ojos húmedos y me abrazo con todos los hinchas del mundo mientras el protagonista se abraza a las remeras vacías que flamean en la desolación del futuro. Como el corto es muy bueno, dice más de que lo que se propuso. Por un lado, es un documental: eso que estamos viendo, para muchos, es el presente, no el futuro. Para los desclasados, los caídos del sistema social, los pobres que recorren la polis buscando comida en los tachos de basura, el fin del mundo ya empezó hace rato. Por otro lado, el fútbol no puede ni debe ser nunca algo solitario, individual; es una fuerza colectiva que tendría que tensar a toda la sociedad hacia un lugar más justo y más digno. Utilizar su innegable fuerza de penetración social para dar amor y gozo. La AFA, por ejemplo, debería ser cerrada por una larga temporada de desinfección.
En la terraza al sol de este domingo, mi padre mira hacia la calle vacía. En su cerebro azulgrana de mala transmisión, producto de los años y el cansancio, se producen pequeños estertores de recuerdos implantados: la Oveja Telch corriendo el medio campo con su calma zen o la potencia feroz de un zapatazo de Héctor Scotta, los carnavales de avenida La Plata, Santana tocando en el Gasómetro, la vista puesta en los tablones ascendentes de la tribuna local, los amigos que le abren los brazos y lo esperan, frescos, guardados en las bajas temperaturas del inconsciente, para cantar las canciones que nos salvan la tarde, la repetición mántrica de la formación del Casla del ’45, los sucesos de aquella tarde inolvidable del ’72: nuestra patria.