La excepcionalidad es un estado singular y único. Exige medidas urgentes y reclama un ejercicio especial del poder. No aguanta tiempos preestablecidos. No se ajusta a períodos convencionales. No reconoce plazos. Demanda imperativamente que haya “objetivos”, no tiempos previsibles.
Cuando se adopta, de hecho, el tiempo de la excepcionalidad, se abandona abiertamente el rigor las exigencias legales. Es una suerte de asesinato en defensa propia: no puedo matar, pero si demuestro que corro peligro de muerte, el homicidio del que sindico como mi agresor se justifica en función de la amenaza que, supuestamente, corro.
Cuando desde el Gobierno y sus adyacencias se proclama que la democracia funciona cada dos años y que en el ínterin corresponde dejar gobernar al ganador, se postula un principio atendible y mínimo, pero no suficiente.
Es un hecho irrebatible que Cristina Kirchner y Julio Cobos ganaron el 28 de octubre de 2007 las elecciones presidenciales. Sus 8,2 millones de votos equivalieron al 45 por ciento del total (y no al 46, como dicen los Kirchner). A Carrió la votó el 23 por ciento (4,1 millones) y a Lavagna el 17 % (3 millones), mientras que a Rodríguez Saá lo acompañó casi el 8 por ciento (1,4 millón). Esos son los números.
Cuando el Gobierno alega que la movilización agropecuaria puso a la democracia en peligro, sobredimensiona lo que ya es exagerado, o en todo caso se espanta de su propia sombra.
Si en una república que se presume democrática y afirma gobernarse a través de un sistema de mandatos representativos, entre cada cita electoral, sólo hay unicato presidencial rutinariamente reemplazado por algaradas populares “en la plaza”, es porque se ha preferido reemplazar el sistema al que se dice defender formalmente, por otro. En su lugar aparece un mandato pleno de rústica barbarie: vótenme, pero luego no me fastidien, que de gobernar me ocupo yo.
La eliminación de la permanencia gubernamental de los tres poderes y el establecimiento de un sistema de exasperada exclusividad ejecutiva (el unicato) suelen ser abrir las puertas de la “democracia plebiscitaria”, la que registra una legitimidad de origen, el voto popular, pero elude los mecanismos de una superior representatividad civil, para convertirse sólo en el gobierno de los que ganaron.
El poder, así, renuncia a toda expectativa de inclusión ciudadana, derivando inexorablemente en la gestión de una parcialidad oportunamente consagrada, pero que violenta una parte central de la totalidad del pacto democrático y se queda con una parte de él.
Para que esta historia política sea aceptada o tolerada, se requiere mantener encendida la fantasía de la perenne excepcionalidad.
En las democracias cansadas o anoréxicas se propone esencialmente un gobierno ejecutivo, a cargo de los ganadores. Los ganadores son, de esta manera, gente resuelta, sin pelos en la lengua. Gobiernan.
Los otros son blandos, dubitativos, contemporizadores, formales. Se evapora la raíz local del voto ciudadano. Concejales, diputados, senadores y gobernadores proclamados por sus electores, extrapolan la legitimidad civil de su voto para cambiar el centro neurálgico de su legitimidad política.
Abandonan, pues, la posibilidad de un oficialismo razonado y racional. Abrazan una obsecuencia explícita y blindada; se deben al “modelo” vigente.
En el caso del peronismo, lo que se impone es el acatamiento a la conducción. En la Argentina la voz latina “acatar” tiene prosapia histórica. Significa tributar homenaje de sumisión y respeto, aceptar con sumisión una autoridad o unas normas legales, una orden, etc.
Así, no se dice que de una huelga participó la mayoría, sino que tuvo “alto acatamiento”. En el Congreso argentino el Ejecutivo que preside la señora de Kirchner espera tener siempre un alto acatamiento.
Acatar es verbo bien peronista, pero no exclusivo de este movimiento. Hay antecedentes jugosos en otras expresiones autoritarias. En los años 20, el Comintern (abreviatura de la III Internacional Comunista, fundada por la URSS en 1919) envió una delegación de jerarcas para resolver una división en las filas del PC de los Estados Unidos.
Capitaneados por el húngaro Josef Pogany, conocido como John Pepper, y fracasada la revolución obrera en Europa, los del Comintern bregaban por un frente unido de comunistas y sindicalistas en los Estados Unidos, una especie de partido obrero de masas. El PC se convirtió en Partido de los Trabajadores y en medio de la pelea con la fracción sindicalista, Pepper acuñó la famosa consigna: “Cada militante comunista debería escribir en su escudo ‘mi partido, en el acierto o en el error, mi partido’”.
A su manera y salvando distancias, los peronistas comparten este catecismo, que implica una devoción por lo propio, conduzca quien conduzca. ¿O acaso el Partido Justicialista no se acercó en los años noventa a la Internacional Liberal, bajo la guía de Menem?
La exigencia de un gobierno expeditivo se abona en la situación de perenne penuria. Esa circunstancia debe ser alimentada de manera permanente: una demagogia bien sostenida req uiere de una ansiedad colectiva sistemáticamente excitada. Golpe de Estado inminente, ataque a la democracia: ésta es la jerga adecuada. Como toda dosis excesivas, se retroalimenta consigo misma. Cada vez se necesita más de ese producto. El clima es el mismo, van cambiando las imprecaciones.
En diciembre de 2007 (la valija venezolana) fue una operación basura del gobierno de los Estados Unidos. En marzo de 2008 fue la oligarquía terrateniente y vacuna. Luego, el ínclito D’Elía pidió armarse en defensa del Gobierno. La noche del martes, Néstor Kirchner explicó que todo lo que viene sucediendo se debe a una conjura de Cecilia Pando y José A. Martínez de Hoz, cuyo último paso por la gestión pública culminó en 1981, hace 27 años.
Asombra la rudimentaria grosería de lenguaje tan irrespetuoso, pero si “reventar la plaza” sigue siendo la mastodóntica gimnasia del peronismo, no es por una cuestión ritual o una nostalgia incurable. La excepción como norma va de la mano de la supresión de la participación democrática, canjeada por una brutal clientelización de anchas capas sociales desnutridas de vigor civil.
Recurrir al Congreso como una razón postrera cuando se intentó eludirlo durante tantos meses, no es exhibición de saludables energías democráticas. Aparece por ahora como condescendencia paternal, practicada por quienes parecen sentir que hasta el cumplimiento con la norma es un lujo de los poderosos.
Por aquí anda la cuestión: no hay pacto democrático ni instituciones en funcionamiento sin auténtico compromiso con los principios de la libertad.