El avance de las neurociencias está permitiendo comprender el funcionamiento de nuestro cerebro como nunca antes. Poco a poco vamos entendiendo el enorme entramado de las conexiones eléctricas entre las diferentes neuronas y el complejo conjunto de reacciones químicas que se producen cuando se activan las distintas partes que lo componen.
Después del avance impresionante que significó el desentramado de las cadenas que conforman el ADN y lo que estos descubrimientos implicarán para nuestra vida futura, el próximo paso que se ha propuesto la humanidad es echar luz sobre lo que sucede dentro de nuestra cabeza cada vez que pensamos, sentimos, decidimos, actuamos, en definitiva, cada vez que hacemos algo de lo que normalmente se entiende por vivir. La oscuridad que reina en esta materia es sólo comparable con el estado de la medicina y la fisiología hace varios siglos, cuando algo se sabía sobre el funcionamiento de los otros órganos pero no se tenía certeza científica alguna, por lo que los profesionales y especialistas de la salud actuaban más por experiencia o intuición que por conocimiento científico. En la actualidad ya comprendemos prácticamente todo el atlas del cuerpo humano, salvo lo que sucede en el comando central, allí debajo del cráneo. Los médicos de hoy saben respecto del cerebro casi lo mismo que los de ayer en relación con la sangre, el hígado, el corazón o los pulmones.
Si bien las especulaciones científicas indican que esta carrera recién empieza, ya se han ido obteniendo algunas conclusiones sorprendentes. Una de ellas es que a pesar de nuestra permanente creencia de sentirnos superiores a todas las demás especies gracias a la capacidad de raciocinio, un sinnúmero de decisiones que creíamos se pensaban y se tomaban teniendo en cuenta las diferentes opciones en forma fría y calculada resultan ser producto de la acción de nuestro cerebro emocional más primitivo.
Compartimos con todos los animales el núcleo reptil muy antiguo que impulsa lo más básico de nuestro funcionamiento. Allí se encuentran los instintos y es de donde emanan las instrucciones básicas para sobrevivir. Por encima existe una capa de células más sofisticadas, que tenemos en común con todos los mamíferos, donde residen las emociones. Por último, la materia gris, que nos distingue y diferencia producto de millones de años de evolución, donde se ubica nuestra capacidad de razonar y reflexionar sobre nosotros mismos.
Entre aquellas decisiones que antes se creían pensadas se encuentran las vinculadas a la selección de nuestros líderes. Miles de años viviendo en peligro, en manadas y cavernas, amenazados por la hambruna permanente y los depredadores, nos han hecho muy cautelosos a la hora de elegir al macho alfa, que por su fuerza y astucia nos protegerá y nos llevará a nuevos valles y comarcas, donde podremos encontrar alimento y refugio.
Esta explicación antropológica queda reafirmada con las sorprendentes revelaciones que en los centros de estudio norteamericanos y europeos se van obteniendo respecto de la decisión de voto en las sociedades modernas. Gracias al avance impresionante de las técnicas de diagnóstico por imágenes se ha podido comprobar que el ser humano activa sus centros emocionales del cerebro cuando compara opciones de candidatos y propuestas políticas y cuando finalmente opta por una de ellas.
Conclusión que también surge de la práctica de muchos años de trabajo en campañas y elecciones por el mundo entero. En Kenia, por ejemplo, corazón del Africa negra oriental, los políticos ya lo saben de antemano sin necesidad de escanear el funcionamiento de la mente de su pueblo. Al lado de los candidatos, en vez de un “speech writer” o un estratega, siempre se encuentra un músico. Un especialista que traduce al lenguaje de los sentimientos el mensaje del líder. Alguien que sirve de bisagra entre la jerarquía y sus ideas con el amor y la pasión de las multitudes. Cuando en 2007 Raila Odinga, candidato a presidente y príncipe de la tribu de los luo, la misma a la que pertenece la familia Obama, aparecía en frente a multitudes de decenas de miles de seguidores, se gestaba una especie de diálogo emocional y colectivo que liberaba una energía impresionante. El postulante entonaba sus consignas con un ritmo y una cadencia casi perfectos, todo ayudado por la propia gramática y estructura del idioma swahili. Inmediatamente miles de gargantas respondían, repitiendo y amplificando al infinito el discurso y generando escenas de pasión y emoción que rayaban en ataques de histeria. En aquel parque de Nairobi nacía un verdadero ser enorme compuesto por miles de seres individuales. Una fuerza imparable muy difícil de vencer y desactivar a no ser por otra equivalente.
Los africanos, tal vez por la casi nula necesidad de mostrarse como la civilización y la cultura, no dudaban en emocionar a la gente para conseguir su voto. Algo que en las democracias más avanzadas cuesta reconocer, aunque el peso y la influencia de los publicitarios dentro de los equipos de campaña vienen a suplantar el rol de los músicos en las sabanas kenianas. Siempre que participamos en las mesas de decisiones en las elecciones de los países occidentales surgía una fuerte contradicción entre los componentes más racionales del equipo, estrategas y demógrafos, con los creativos, quienes en definitiva tenían que traducir las decisiones al campo de la emoción.
Por eso en Occidente se ve tan mal cuando en un país aflora a la superficie ese plano afectivo y no racional, que normalmente se mantiene relegado sólo al campo de los avisos de campaña. Los populismos latinoamericanos, más parecidos a la práctica africana, son generalmente subestimados desde la academia y los medios de los países más desarrollados del Norte. A pesar de ello, nadie puede obviar las enormes coincidencias entre lo que presenciamos en Kenia en aquellos años tumultuosos y lo que se vivía en nuestra Plaza de Mayo en los 40 o en la capital de Venezuela en la actualidad. Maduro apelando a la teoría conspirativa de la inoculación de la enfermedad de Chávez no hace otra cosa que cerrar el círculo emocional para transformar en bronca proactiva el dolor y la angustia paralizante que provoca la muerte inexorable de un líder al que todos creían eterno.
No estamos justificando con toda esta explicación los abusos y la decadencia que saben generar estas deformaciones demagógicas de las prácticas políticas. Mucho menos tolerar los atropellos a las libertades individuales, que muchas veces alientan los gobernantes de estas tierras por estos métodos consagrados. Lo que tratamos es de describir una serie de descubrimientos científicos que explican y analizan el funcionamiento de la mente frente a la decisión electoral.
Emociones, campañas y votos, una mezcla que poco a poco se va comprobando mucho más humana que latina o africana y mucho más común y generalizada de lo que se creía. Algo que el prejuicio racionalista europeo y norteamericano condena al relativizar el estilo y las prácticas de las democracias del sur. Finalmente, los grandes avances de las neurociencias van probando que tanto para reelegir a Obama, ratificar a Maduro o consagrar al aburrido y serio presidente de la Confederación Helvética los votantes activan casi siempre sus centros emocionales del cerebro, aunque algunos todavía crean que el voto se razona y se piensa.
*Analista internacional. Socio de Dick Morris en América latina.