Una elección presidencial significa, de alguna manera, abrir la esperanza: de cambio, de mejora, de solución de problemas.
Está en nuestra naturaleza tener confianza en el futuro, pensar en que los problemas pueden solucionarse.
Analicemos, entonces, en qué medida esa imaginación puede tener algún asidero en la realidad.
Puede pensarse que al no estar aún definidas las candidaturas definitivas, esta reflexión puede ser prematura. Pero, sin embargo, algo sabemos de los grupos de candidaturas: oficialismo, partido radical, peronismo tradicional, variantes de derecha (Carrió, Macri) y de centroizquierda (Solanas).
Antes de analizar candidaturas, el primer asunto a considerar es qué es lo que el país necesita, para después pasar a estudiar en qué medida esa necesidad puede ser solucionada por los candidatos. Si no, caemos en el primer engaño: ver cuál sería ‘el mejor’ en abstracto, como si fuera posible alejarlo del quehacer imprescindible.
Aunque el país crece económicamente a muy buen ritmo, la decadencia en que estamos inmersos continúa, producto de diferentes resabios de nuestra historia reciente: la dictadura militar, la derrota de Malvinas, el fracaso del gobierno de Alfonsín (que no pudo concluir su mandato), la enorme traición de Menem al proyecto nacional, el desbarajuste de De la Rúa-Cavallo.
Dentro de esa secuencia contradictoria y terrible, suma de fracasos, llegamos a este presente que se caracteriza al menos por tres elementos estructurales: enorme pobreza de un tercio de la población, entrega de nuestros recursos naturales (minería, petróleo, agua) y extendida inseguridad en todos los ámbitos sociales.
Del kirchnerismo poco se puede esperar, puesto que en siete años largos esas características continúan, a pesar del voto de confianza que se le dio a Cristina en la anterior elección presidencial. Mala distribución de la riqueza, entrega del patrimonio son dos ejes inocultables. Sea Cristina –indudable destacado cuadro político–, o Scioli –éste con menores méritos–, no apuntan en el sentido necesario.
El radicalismo, que no tenía candidato en la elección anterior, ha creado de la nada dos o tres. Alfonsín, un dirigente que jamás se destacó, parece una mala copia de un padre que tuvo un carácter y una claridad de los que carece su hijo. Si aquél erró el camino, qué puede pensarse de éste.
Del Peronismo Federal, hijo directo del menemismo, puesto que todos sus aspirantes salieron de esa matriz en la que fueron puntales, sería ingenuo creer que puede iniciar un proceso histórico de transformación. Justamente, por venir de donde viene.
Elisa Carrió, que fue la primera en organizar un eje opositor consistente, ha ido perdiendo alianzas y pasó de un enfoque económico progresista (el del economista Lovuolo) a otro de derecha (Prat Gay). Su planteo juridicista, si bien deseable, es absolutamente incompleto ante las carencias señaladas.
Pino Solanas es tal vez el único candidato que señala las verdaderas cuestiones de fondo del país injusto y entregado, pero su estructura política es, por el momento, débil y sin verdadero arraigo en todo el país. Significaría una esperanza si creciera a lo largo del año.
¿Entonces?
En la situación en que estamos, sería una nueva frustración nacional tener esperanzas vanas ante la elección presidencial que se avecina. Pienso que hay que señalar estas imposibilidades, producto de la propia decadencia de la que por definición es difícil salir. La improvisación que fue el kirchnerismo, que pretende –sin méritos ganados y propaganda mediante– presentarse como proyecto nacional en marcha; la notoria incapacidad radical, que no ha superado a su gran dirigente fracasado, y la esperanza peronista, traicionada una y otra vez son las propuestas más armadas que se visualizan en la futura elección, y a ellas debemos atenernos. Eso sí, escucharemos muchos discursos y nos veremos abrumados por variadas publicidades.
*Poeta, crítico literario y ensayista.