Uno de los cambios de la vida política aquí es la desaparición de los partidos políticos. Es probable que gran parte de los argentinos, agitados en el torbellino de nuestra cotidianeidad, no lo haya advertido. Sin embargo, la transformación es mayor y tendrá consecuencias en la manera en que funciona nuestra democracia, en la calidad de la selección de quiénes ocuparán los más altos cargos del Estado y, sobre todo, en el tipo de oferta programática que llegará a los ciudadanos.
Los dos partidos que estuvieron en el centro de la disputa política en los últimos setenta años, justicialismo y radicalismo, en la práctica han dejado de existir. El radicalismo fue reduciendo sostenidamente su caudal electoral para los cargos nacionales. Desaparece porque se achicó hasta un punto en el que sólo puede competir aliándose con otras fuerzas y, por lo general, en situación minoritaria. Mantiene su presencia provincial y municipal, pero se extinguió como fuerza política nacional. En la Ciudad de Buenos Aires, un distrito que históricamente le fue favorable, todo indica que no obtendrá ningún diputado para las próximas elecciones.
En cambio, el justicialismo desaparece porque se agrandó demasiado. El caso más elocuente es el de la provincia de Buenos Aires. Alrededor del 75% de los candidatos que serían votados son de origen peronista. Sin embargo, es una filiación abstracta: el peronismo va a esa elección sin candidatos partidarios. Con 75% de votantes a favor no hay ningún candidato del PJ que haya sido elegido por un procedimiento partidario.
La desaparición del PJ se hizo evidente hace unas semanas cuando la Justicia Electoral anunció que se le retiraría la personería porque no funciona, no tiene congresos ni cumple con ninguna de las actividades a las que obliga la ley.
Los partidos han sido reemplazados por individuos. En lugar de justicialismo hay “kirchnerismo” o “massismo” o lo que usted guste; dirigentes que son a la vez candidatos y partidos. Sus programas nacen y terminan con sus personas.
Un hecho excepcional, que confirma estas tendencias, es que el Frente para la Victoria, a pesar de su larga permanencia en el Gobierno, no ha tenido en este tiempo ninguna manifestación partidaria: nunca se oyó hablar de congreso del Frente ni de la elaboración de programas. De hecho, recuerde que las últimas elecciones en las que se reeligió a Cristina Kirchner, a la hora de presentar la plataforma ante la Justicia Electoral, el FPV copió la que había servido para la elección anterior.
Así, Argentina ya no cuenta con partidos, de los cuales solía decirse que eran una condición necesaria para el funcionamiento del sistema democrático. Hemos pasado de los partidos al “fulanismo-menganismo”.
La “democracia fulanista-menganista” tiene algunas consecuencias importantes. En una democracia sin partido lo único que garantiza la continuidad de un proyecto político es quien lo dirige. En otras palabras ¿cree usted lector que el programa de gobierno actual aseguraría su continuidad a través del FPV? ¿Quién puede seguir con el proyecto kirchnerista sin Cristina? En efecto, parece poco probable. De allí que las reelecciones indefinidas sean mostradas como la garantía de la continuidad política.
Si existiese un partido de gobierno, probablemente el principal argumento para la reelección presidencial desaparecería. El partido daría continuidad a su programa. Pero, el partido no existe, no hay herencia posible, no hay custodio de las ideas (supuesta su existencia), no hay garantía de continuidad. Por lo tanto, el sistema se adecua perfectamente al interminable deseo de ocupación del poder.
En Chile, la Concertación gobernó durante veinte años y lo volverá a hacer a partir de diciembre. En ese tiempo no hubo reelección ni alguien propuso que la hubiera. Sin embargo, los cuatro presidentes que se sucedieron (los dos últimos dejaron el gobierno con alrededor de 80% de imagen positiva) ejecutaron durante dos décadas un proyecto con continuidad cuyos resultados están a la vista. Los partidos fuertes son la garantía de la continuidad política y también son un límite a la natural tendencia al surgimiento de presidentes monarcas.
Otra consecuencia de la democracia con partidos, es que usted sabe en qué lugar del espectro ideológico se sitúa el candidato. ¿Centroizquierda o centroderecha? El partido, su historia, su programa se lo dirán. En cambio, al ver la situación en la provincia de Buenos Aires, resulta difícil saber dónde se ubican el pensamiento y los proyectos de los candidatos. Esto permite que funcione un elemento clave de la trampa electoral: el uso de una historia para llevar adelante una política que nada tiene que ver con ella.
Hay tres candidatos que reclaman su cuna peronista, pero que no poseen casi nada en común. Es imaginable que uno de ellos sea, en realidad, la apuesta del centroderecha para llegar al poder; también es probable que otro represente la posibilidad de un giro más bien conservador y finalmente, el favorito de la Presidenta, es un instrumento para su continuidad en el poder. ¿De quién será sucesor Massa? ¿De Menem o de Cámpora?
Así, el amplio y mutante peronismo ha concluido su tarea y sólo queda una lejana pertenencia que ningún candidato se esfuerza en recordar. ¿Quién es Massa? Sólo Massa. ¿Quién es Scioli? Sólo Scioli. ¿Quién es Insaurralde? Cristina.
Por el lado de la oposición las referencias partidarias no son más claras.
En este estado de cosas, usted votará por individuos, no por partidos, y como los individuos en cuestión poco dicen de lo que quieren hacer y silencian todo acerca de cómo lo harían, el voto se basará en una confusa intuición acerca de los que unos u otros harán una vez que sean electos. La ausencia de partidos conduce a la ausencia de proyectos y, por tanto, a la continuidad en el poder de quienes gobiernan; a su vez, realimentando el proceso, la irrefrenable tendencia a mantener el poder, lleva a la evaporación de los partidos, temible fuente de reclutamiento de nuevos dirigentes.
Este nuevo sistema de funcionamiento en nuestro país, poco o nada tiene que ver con las maneras en que se organizan en otras democracias. En EE.UU. los partidos no funcionan como en Europa ni como solía ser en Argentina. Sin embargo, garantizan los cambios de dirigencia, el surgimiento de nuevas elites políticas, la competencia entre los precandidatos y una razonable unidad ideológica. En Europa, los candidatos nacen de partidos cuyas estructuras, ideologías y aparatos cuentan de manera decisiva para la elección y para el Gobierno.
En Argentina los partidos son recuerdos.
Así vamos en un país cuyo sistema republicano es débil y en el que el presidencialismo se ha transformando en cesarismo. Hemos logrado una democracia “fulanista-menganista” de monarcas sin control donde la autosucesión es el objetivo más codiciado de la gestión.