En nuestros días, la idea de ciudad pareciera haberse deteriorado hasta un punto que, seguramente, era inconcebible a principios del siglo pasado. Un nuevo milenarismo se apoderó de nuestra imaginación: las grandes ciudades se revelan entonces como espacios contrarios a la vida. Se trata de un mito conocido: el mito (y la fascinación) por las ciudades muertas. A partir de la década del 80 del siglo pasado, imaginar el agotamiento de las ciudades tuvo implicaciones teóricas diferentes de las que podían encontrarse en los escritos de los intelectuales europeos de la década del 30, y consecuencias políticas concretas: la cultura llamada burguesa buscaba una nueva respuesta histórica para imponer una dominación (económica, política) renovada; por eso, nos pareció que la ciudad ya no era el escenario necesario para la experiencia subjetiva ni satisfacía las demandas culturales para las que estaba prevista sino el espacio privilegiado de la experiencia de la catástrofe.
En estos últimos días, Rosario se ha incorporado a la lista de ciudades dominadas por la catástrofe: no un desastre natural (inundación, tornado) sino el efecto de un proceso de modernización salvaje cuya contracara es la transformación de la ecología ciudadana en una bomba de tiempo que, cuando las posibilidades de gestión de la ciudad son sobrepasadas (lo que sucede casi siempre), aniquila no sólo la felicidad y la idea de futuro, sino que corta de cuajo la posibilidad de vida. Hoy Rosario nos duele como ayer Buenos Aires.