Por razones que ahora no vienen al caso, me encuentro escribiendo este entretenimiento dominical en un escritorio que no es el mío. Es decir, en un escritorio de otra persona, ante una biblioteca que no es la mía. Frente a mí una pantalla y el teclado, a mi derecha la CPU y una pared, a mi izquierda y detrás de mí, estantes llenos de libros. Estar en medio de una biblioteca ajena se asemeja mucho a una intrusión en un territorio militar que no es propio. ¿Un gesto de voyeurismo? Tal vez. ¿La tentación de robarse un libro? También (pero no lo voy a confesar, por supuesto). En todo caso, aparecen frente a mí libros que no he leído, ediciones que no conozco, temas que me son ajenos. Y también otros que me son muy conocidos, y que, no sé por qué, son los primeros que me llaman la atención. Por ejemplo, en este mismo momento tengo entre mis manos Fragmentos de un discurso amoroso, de Barthes, en la misma edición que yo tengo (la 9ª, Siglo XXI, México, 1991). La abro, y lo primero que me llama la atención es que en la primera página, arriba a la derecha, está escrito el precio al que el libro fue adquirido: $ 37. ¿No es muy caro ese precio para un libro de 1991? A menos que lo haya comprado después, tal vez incluso por Mercado Libre. Un misterio. Podría avanzar por esta vía –inferir conductas de la propietaria del libro, recorrer la relación entre situación económica y edición, etc.–, pero prefiero detenerme aquí. Y luego, sí, ir en busca de lo que realmente me interesa: saber si el libro está subrayado. Ver los subrayados de un libro de otro es como ver a un extraño en ropa interior: puede ser excitante o decepcionante. En todo caso, es siempre fuente de sorpresas.
¿Por qué marcó tal párrafo y no tal otro? Y sobre todo, ¿con qué criterio lo hizo? ¿Subraya para atesorar en la memoria bellas frases? ¿Lo hace para citar en algún artículo? ¿Para dar clases? ¿Subraya porque sí? ¿Por qué no puede leer sin subrayar? Nuevos misterios que no conducen a nada. O tal vez sí: conducen a la página 74, a la 82, en las que los subrayados son profusos (ocupan casi toda la página), e incluso se encuentra un recuadrado en lápiz tenue que enmarca el título del breve capítulo llamado “La conversación”. Me detengo en la primera frase de ese apartado: “El lenguaje es una piel: yo froto mi lenguaje contra el otro”. Y vuelvo a detenerme en otra frase de ese párrafo, que no sólo está subrayada, sino que ha sido marcada, siempre en lápiz tenue, con un signo de admiración: “El lenguaje goza tocándose a sí mismo”. ¿Por qué habrá remarcado esa frase? ¿Qué la habrá conducido a dibujar un signo de admiración? Por un momento, pienso en qué diría Barthes de una situación como ésta, del deseo de interpretar las marcas del deseo en un libro de otro, en los intersticios de las líneas de un lápiz tenue.
Mientras tanto ya cerré el libro, puse en YouTube Walk On The Wild Side y me quedé pensando en cómo sería la vida de la dueña de la biblioteca, hasta que… entró la dueña de la biblioteca. La conozco, claro, la conozco mucho, mucho, desde hace más de quince años. Mira el libro de Barthes sobre el escritorio… avergonzado le digo que lo tomé, pero ahora no recuerdo de qué estante… ella me dice “va ahí, al lado de los de Piera Aulagnier”. Y después bajamos juntos la escalera.